La alegría de saber

Vivimos tiempos de mucha incertidumbre, donde la única certeza es precisamente esa: que no hay nada seguro. Como ya apuntara Bauman en Retrotopía, son tiempos de repliegue, de una vuelta a lo tribal, a aquello que se percibe como seguro cuando nada más parece serlo. Por momentos pareciera que se es incapaz de poder pensar en alternativas para poder dirigirse hacia adelante, precisamente porque quizá nadie sabe exactamente qué o dónde es adelante. En cualquier caso, creo que cualquier respuesta a los desafíos de nuestro tiempo será siempre mejor que permanecer inmóvil sin ofrecer respuesta —a no ser claro, que dicha inmovilidad sea una forma de respuesta deliberada que surge de la prudencia de aquel que espera tomar una decisión sensata—. Ahora bien, pensar que somos la única generación que ha tenido que enfrentarse a desafíos vitales sería un delirio peligroso; a todo tiempo le es inherente un yo y mis circunstancias.

Hace algún tiempo que, por motivos profesionales, sigo el rastro del origen de nuestros sistemas educativos modernos, deudores inmediatos de la Ilustración, así como de la Revolución Francesa. Quien se acerca con cierto detenimiento y mirada atenta ante la magistra vitae, advierte que el siglo XIX dio forma a un mundo nuevo, pero entregó con ello el testigo de una tremenda responsabilidad: luchar por hacer efectiva la igualdad entre los individuos, o, si se quiere enunciar de otro modo, romper, a ser posible para siempre, con un modelo social basado en el privilegio y la buenaventura reservada para unos pocos. Prometeo había logrado robar el fuego a los dioses, ahora había que entregarlo a los humanos, y, en lo alto de esa antorcha, entre otras muchas cosas, ardía a su vez la proyección de una idea que si bien hoy parece dada por sentado y blindada por derecho ha costado la lucha infatigable de muchas personalidades —algunas célebres y otras de quienes quizá nunca sabremos— que estuvieron dispuestos a luchar entregando incluso sus vidas con tal de acercar las luces al mundo por venir.

En tiempos de obsolescencia programada, recuperando una de las ideas de la profesora Bianca Thoilliez en su último libro Conservar la educación, recorrer los pasajes, ya no de la Historia, sino de la Historia de la Educación, o más aún… de algunos discursos e informes de hace ya más de doscientos años pudiera parecer una cuestión tremendamente estúpida. Una pérdida de tiempo valioso, en una época intoxicada de palabros como productividad o eficiencia, —y digo palabros porque digo sin temor a equivocarme que se ha producido una resemantización de estas palabras en clave neoliberal—, donde no hay tiempo que perder, pues cada segundo dedicado a otra cosa es un segundo perdido que debería dedicarse a la actualización, a la (de)formación continua. Sin embargo, en medio de este periplo que responde a la realización de una tesis doctoral, constato con suma alegría que, efectivamente, lo verdaderamente edificante y satisfactorio no es llegar a Ítaca, sino contemplar atentamente los bellos tonos que el cielo y el mar hacen desfilar ante nosotros mientras navegamos, unas veces de manera apacible y en buena mar, otras veces sin norte y llevados de un lugar a otro, arrastrados por inclementes vientos. Estoy seguro de quien se haya sometido al ejercicio de disciplina intelectual y sacrificio que implica la investigación sabe bien a lo que me refiero. Es por esta razón que me gustaría compartir algunas reflexiones extraídas de esta actividad.

La primera tiene que ver con la necesidad de volver a preguntarnos por los fines de la educación. Hace ya unos cuantos años, cuando aún era estudiante de Magisterio, recuerdo haber leído una idea en el libro Sobre Educación de Bertrand Russell que, aunque pudiera parecer una obviedad, constituye una pregunta permanentemente necesaria —o necesariamente permanente—. ¿Qué sujeto se pretende formar? Por supuesto, creo que todos tienen una idea más o menos clara a la vez que bastante personal de qué tipo de persona habría de formarse, y, aunque esto es bueno en sí mismo, aquí es donde creo que nos topamos con el primer escollo, propio de nuestra época, que, aunque duela reconocerlo pretende equívocamente tener un fuerte sentido colectividad y comunidad. Hay que sentirse bien, nos dicen, por encima de todo —y de todos—. ¿Es una suerte de maquiavelismo donde el fin justifica los medios? Quizá es demasiado pronto para saberlo; sin embargo, lo que si podemos saber en tanto que podemos observarlo son discursos biensonantes que refuerzan este egocentrismo disfrazado de altruismo y solidaridad, incluso en forma de leyes.

Hay una queja constante hacia una deriva reaccionaria —que, por cierto, no podemos negar—, pero que al mismo tiempo reforzamos renunciando a la idea de una escuela que persiga entre sus fines más elevados entregar a quienes vienen detrás de nosotros todo aquello susceptible de ser preservado. A veces escudados en una uniformización por abajo, otras, bajo lógicas utilitaristas que resuelven todo etiquetando como inútil a todo aquello que parece no reportar un beneficio inmediato. Recupero aquí una idea de las Cinco memorias sobre la instrucción pública de Condorcet, donde viene a decir que la instrucción debe orientarse a liberar al individuo de la dependencia mediante el conocimiento. Reflexionemos por un momento, ¿de verdad nos estamos esforzando por formar individuos libres en el sentido de no dependientes? O aun más, ¿en algún momento nos hemos hecho esta pregunta? Mi experiencia no me permite responder a esta cuestión positivamente. Al contrario, sigo topándome con mucha más frecuencia con el mantra ya repetido hasta la saciedad de “debemos preparar a los estudiantes para un futuro en el que habrán de desempeñar trabajos que aún no existen”, “hemos de enseñar a buscar”, o, mejor todavía, que los profesores hemos de llevar a cabo “experiencias de aprendizaje potentes” junto a “narrativas digitales complejas” —esto último durante un curso de Competencia Digital Docente—. Esta y otras cosas que no cabrían en este artículo me producen cierta tristeza y desazón. ¿Es este verdaderamente el camino para continuar sosteniendo la noble labor que se le presuponía a la escuela de ilustrar a todos para no depender de nadie y poder aspirar a ser libres?

La segunda guarda relación con un marcado cortoplacismo escolar, tanto en términos de memoria —se desconoce el pasado menos próximo de la historia de la educación— así como de su futuro. La escuela ya no es el lugar de encuentro con otros mundos posibles, donde aquel que antes desconocía alguna cosa en particular pasaba a apropiarse de ella a través de alguien que se entregaba a la tarea de enseñársela. Por supuesto, la escuela sigue enseñando. La cuestión está en responder, ¿qué está enseñando? y, ¿verdaderamente aquello que se pretende enseñar merece ser enseñado? ¿Sigue siendo la escuela un lugar cuya misión principal es la alfabetización y la redistribución cultural de aquellos que cada mañana se reúnen en un mismo espacio a escuchar algo que, por medio de un elemento llamado currículo hemos determinado como digno de ser conocido? Por lo pronto, mi impresión es que esto no es así. Al contrario, la escuela ha ido poco a poco transformándose en un espacio performativo, temeroso de constreñir la espontaneidad de aquellos a quienes se supone que ya no hemos de enseñar, sino más bien acompañar —no se sabe muy bien a qué ni a dónde—. Debemos garantizar sonrisas y bienestar. Estoy completamente de acuerdo, pero con un pequeño matiz, ¿si esas sonrisas y bienestar de hoy son la miseria de mañana, de un futuro robado, de qué sirve? La vida misma es una amalgama de experiencias de todo color, felices y tristes, apacibles y angustiantes, dulces y amargas… ¿Tiene algún sentido bailar al compás de la happycracia? ¿Es honesto intelectualmente el que como adultos ofrezcamos a nuestros pupilos una idea de felicidad y bienestar permanente sabiendo que la vida en ocasiones nos lleva al límite? Y, en cualquier caso, ¿no sería deseable que nuestros estudiantes se enfrenten a estas cuestiones que rozan lo filosófico y que son de hondo calado con las herramientas intelectuales más refinadas posibles en vez de con un par de frases de Mr. Wonderful?

En tercer y último me gustaría detenerme en una cuestión que desde entonces y hasta hoy atraviesa la educación por completo: la idea de justicia. La Encyclopédie en 1753 hablaba de la educación en los siguientes términos: “Es evidente que en todo Estado hay ciudadanos para los que existen tipos específicos de educación; educación para los hijos de los soberanos, educación para los hijos de los grandes, para los de los magistrados, etc., y educación para los hijos de los campesinos, donde, así como hay escuelas para enseñarles las verdades de la religión, así también debería haber escuelas donde se les enseñaran los ejercicios, las prácticas, los deberes y las virtudes de su estado, a fin de que actuaran con pleno conocimiento”. Años más tarde, hacia 1793 Le Peletier en un encendido discurso defendería una cuestión cuyos ecos resuenan aún hoy, ¿instrucción o educación?, inclinándose por un proyecto educativo más orientado a educar que a limitarse a instruir. ¿Qué se puede conseguir con un sistema que solo persigue instruir? Pues bien, los niños serán “un poco menos ignorantes que en el pasado, las escuelas un poco más numerosas, los maestros un poco mejores que hoy; ¿pero habremos nosotros formado verdaderamente hombres, ciudadanos, republicanos, en una palabra, la Nación se habrá regenerado?”. Quisiera centrarme aquí en el celo de este hombre, ya no tanto en elegir entre instrucción o educación, sino en poder hacer extensiva la educación a todos los individuos, independientemente de su clase, llegando a proponer: “una instrucción general a todos, conveniente a las necesidades de todos, una educación verdaderamente igual y verdaderamente nacional. Es preciso acabar con la desigualdad ante la educación En primer lugar, la desigualdad que surge de la situación urbana o rural; en segundo lugar, la desigualdad que nace de la diferente situación económica de los padres: ¿de qué les sirve a los padres indigentes la existencia de una instrucción pública para sus hijos si no pueden privarse del trabajo de los niños para subsistir? Es preciso, pues, un plan de educación pública que acoja a los niños en régimen de internado, con carácter obligatorio y gratuito: yo pido que decretéis que, desde la edad de cinco años hasta los doce para los chicos, y hasta los once para las chicas, todos los niños sin distinción y sin excepción sean educados en común a expensas de la República; y que todos, bajo la santa ley de la igualdad, reciban los mismos vestidos, el mismo alimento, la misma instrucción, los mismos cuidados. Puelles Benítez (1991) ve incluso aquí una sombra de lo que dos siglos más tarde conoceríamos como la escuela comprensiva. Conjeturas históricas aparte, lo cierto es que la educación también se entendía como un acto de justicia; una justicia que además debía ser universal, alcanzando a todo el mundo, sin importar quién pudiera ser; pero una justicia que se hacía efectiva en términos de legar conocimientos, nuevamente, que liberen de la dependencia que a su vez es hija de la ignorancia.

Sería posible hacer otras muchas reflexiones en torno a este material histórico, sin embargo, creo que las cuestiones aquí mencionadas sirven sobradamente para el propósito que tenía en mente. Cada vez estoy más convencido de que el maestro, máxime, el servidor público, debe tener una sólida conciencia histórica y filosófica en cuanto a su profesión. De lo contrario, es un blanco fácil de charlatanes, tecnócratas, ocurrencias y políticos oportunistas, que, mal que me temo, ningún interés tienen en hacer de la escuela un espacio de crecimiento intelectual, un lugar donde compartir una herencia cultural colectiva, que ponga delante de muchos niños, adolescentes y jóvenes toda una serie de conocimientos que, de otro modo, no conseguirán en ningún otro lugar.

Invito al lector a, cada vez que pueda, vuelva hacia atrás. Le puedo asegurar que se encontrará con ideas tan desafiantes como reconfortantes que, he de reconocer, no sería capaz de transmitir con toda su fuerza. Son tiempos convulsos, sí. Exigen de respuestas complejas y de una ciudadanía en constante perfeccionamiento, proceso que inicia entre otras cosas, en la escuela. Nuestra escuela está adormecida, sí, también… pero esto no tiene por qué ser un estado permanente. Tenemos la suerte de ir a hombros de gigantes para que, contemplando desde las alturas, recuperemos cierta perspectiva y podamos volver a comprometernos nuevamente con la libertad, la justicia, y por qué no, con la alegría del conocimiento: reencontrarnos con la alegría de saber.

Autor: Ricardo Reyes Soto

Profesor (heterodoxo) de religión. Graduado en Magisterio de E. Primaria (UAH).
Máster en América Latina y la Unión Europea: una cooperación estratégica (IELAT, UAH).
Doctorando en Teoría e Historia de la Educación (UAM) y asociado de OCRE.

 

 

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