Artículo originalmente publicado en lengua catalana en el Anuari de l’Educació de les Illes Balears (Universitat de les Illes Balears) con el título: I si les competències digitals s’aprenguessin amb la pantalla apagada? por Miguel Ángel Tirado Ramos.
Referencia:
Tirado, M.A. (2024). I si les competències digitals s’aprenguessin amb la pantalla apagada? En Anuari de l’educació de les Illes Balears 2024, 208-221. Universitat de les Illes Balears. https://dpde.uib.cat/digitalAssets/765/765723_anuari-educacioi-2024-comp-web.pdf
RESUMEN
Este artículo tiene por objetivo reflexionar sobre la lectura y la escritura como componentes esenciales de las competencias digitales, imprescindibles para el ejercicio de una ciudadanía digital informada, crítica, autónoma e independiente. También se discute cómo un uso desmesurado de las tecnologías en el aula puede obstaculizar su aprendizaje.
INTRODUCCIÓN
Aprender a ir en bicicleta no es posible sin una bicicleta… ¿Y las competencias digitales?, ¿se pueden adquirir sin el pertinente dispositivo? Indudablemente, en un mundo cada vez más digitalizado, la educación básica debe proporcionar una cultura digital a todo el alumnado, con independencia de su contexto socioeconómico, para que pueda sacar provecho de forma adecuada, saludable y responsable de los entornos virtuales. Tenemos clara la meta, pero ¿cuál es el mejor camino para llegar a ella? ¿Cómo conseguimos lectores críticos, capaces de localizar y seleccionar fuentes fiables para informarse y para aprender? ¿Cómo logramos que el alumnado sea capaz de expresar ideas, conocimientos o emociones utilizando diferentes formatos digitales? ¿Y para comunicarse digitalmente con eficacia o para ejercer una ciudadanía crítica? En el siglo XXI, es evidente que las competencias digitales son parte importante de la formación escolar básica y, en consecuencia, los dispositivos electrónicos son cada vez más habituales en las aulas. Ahora bien, ante el progresivo descenso del rendimiento en lectura, matemáticas y ciencias, que pruebas internacionales como PISA han constatado (INEE, 2023), ¿no convendría analizar si el uso desmesurado de las tecnologías en el aula está causando el efecto contrario al deseado?
Mientras tanto, las inversiones públicas en digitalización en escuelas e institutos son mil millonarias (3138 millones de euros sólo entre el Plan de Recuperación y Resiliencia y Plan #DigEdu), y las grandes corporaciones como Google, Microsoft o Apple ―con el apoyo de las administraciones educativas―, crean, promocionan y difunden aplicaciones para las aulas a un ritmo frenético y de difícil asimilación. La inteligencia artificial (IA) generativa ha sido la última invitada a este gran banquete de la educación (Chat GPT, Copilot, Gemini…). No hay tiempo para pensar, y aún menos para evaluar los efectos de la digitalización en el aprendizaje. ¿Alguien cree posible que en medicina no se investiguen las repercusiones en la salud de innovadoras técnicas de intervención médica basadas en la tecnología, antes de generalizar su uso en los pacientes? Nadie puede dudar del enorme potencial de las tecnologías para nuestro desarrollo personal, académico y profesional, pero es necesaria una reflexión sobre su papel en la educación básica. Es evidente que una temática tan amplia y relevante exige un análisis desde múltiples vertientes. No obstante, en este artículo me centraré en el papel de la lectura y la escritura como componentes esenciales de las competencias digitales, sin las cuales no es posible el ejercicio de una ciudadanía digital informada y crítica.
LA LECTURA COMO COMPETENCIA DIGITAL ESENCIAL
La mayoría de las competencias digitales exigen niveles óptimos de lectura. La búsqueda de información en línea y la evaluación crítica del contenido digital, implica leer y comprender los textos por los que navegamos para localizar y seleccionar fuentes y evaluar su relevancia y fiabilidad, así como tener criterio para valorar los resultados, que las cada vez más potentes aplicaciones de IA generativa nos proporcionan. En internet tenemos información sin límites, pero el conocimiento precisa su apropiación selectiva y crítica. Transformar la información en conocimiento es una acción cognitiva (y por descontado voluntaria) que requiere disponer de saberes en nuestra memoria que nos permitan conectar lo que sabemos con la nueva información. Se ha demostrado que el simple hecho de crecer rodeado de tecnología no asegura una búsqueda y procesamiento de información efectiva en internet (McGrew et al. 2018). En este sentido, no sorprende que nueve de cada diez estudiantes de quince años sean incapaces de distinguir entre hechos y opiniones (Schleicher, 2019), lo que los hace más vulnerables a la manipulación informativa.
Tenemos una certeza: para navegar eficientemente por internet o hacer un uso adecuado de los textos que la IA genera, hay que «saber leer». Tanto es así que cuanto más alto es el rendimiento de un estudiante en lectura, mejor es su navegación por internet, no sólo cuantitativamente, sino también en calidad (OCDE, 2021). Consiguientemente, si los mejores lectores son buscadores de información más eficientes en línea, ¿no conviene mejorar los niveles de lectura? En consonancia, si entendemos un texto a partir de lo que sabemos (Recht y Leslie, 1988; Noordman y Vonk, 2015), la pregunta clave es: ¿Cómo puede la escuela ampliar el bagaje de conocimientos de sus alumnos para que puedan leer textos más complejos y de más variadas tipologías y temáticas e incrementar así su competencia digital?
Cuando pedimos a los alumnos que realicen un determinado escrito sobre algún aspecto que requiere documentarse a través de internet, para que profundicen en los conceptos, ideas, hechos o datos que se han trabajado en clase, lo que ponemos en juego es mucho más que las habilidades del alumno para navegar. La información está al alcance de todos, a un par de clics en el buscador y a una instrucción bien definida en un programa de IA generativa. Pero una cosa es encontrarla y, otra bien distinta, leerla, relacionarla y transformarla en conocimiento, es decir, aprender. El acceso instantáneo a la información, si no va acompañado de alguna tarea de una cierta exigencia académica en la que el alumno tenga que procesar la información a su alcance para producir algo “de su cosecha”, produce una falsa sensación de haber aprendido (Fisher et al., 2015). Es cierto que esta transformación de la información en conocimiento la podemos hacer con los recursos digitales pertinentes, pero, en todo caso, requerirá que la capacidad de lectura profunda la tengamos bien alcanzada. Sobre el particular, la investigación ha constatado que el medio (papel o pantalla) condiciona cómo leemos un texto. Cuando el texto está en la pantalla se produce un exceso de confianza en el lector, que lee de una manera más superficial sobrevalorando su capacidad de comprensión, lo que conduce a un procesamiento menos profundo, independientemente de si es un texto largo o corto (Sidi et al., 2017). En consecuencia, el formato con el que leemos, importa, y este es un aspecto crucial en la escuela, porque la lectura, conjuntamente con la escritura, es la principal actividad vertebradora del aprendizaje.
Los últimos resultados del informe PISA no han hecho más que poner en evidencia lo que perciben muchos docentes: los niveles de comprensión lectora están disminuyendo de forma relevante (INEE, 2023), lo que debería llevar a todo el sistema educativo a adoptar medidas de forma inmediata. Está ampliamente demostrado que la competencia lectora es esencial para un adecuado progreso académico porque influye de manera significativa en muchos aspectos del aprendizaje y es clave en la mayoría de las materias (Pascual-Gómez y Carril-Martínez, 2017; Sánchez-García, 2019). No obstante, aunque tenemos evidencia de que un mismo texto leído en formato papel se comprende mejor que en versión digital (Altamura, et al., 2023; Kong et al., 2018; Furenes et al. 2021; Halamish y Elbaz 2020; Öztop y Nayci, 2021; Salmerón, 2024), en escuelas e institutos nos hemos lanzado a cambiar libros en papel y otros recursos «analógicos» por tablets, notebooks o Chromebooks de forma generalizada, y en muchas ocasiones sin detenernos a pensar qué formato es más efectivo para cada tipo de aprendizaje ni cuál es el momento más adecuado.
Cada formato tiene finalidades diferentes. Es evidente que leer en medios digitales es más complejo que realizarlo en textos lineales en papel, no solo por la dispersión de la atención inherente al mundo multimedia, sino porque el propio acceso a la información ya implica tomar decisiones, lo que pone trabas al acto de leer. ¿Con qué entradas me quedo de los miles que me ofrece el buscador o que la IA generativa ha buscado para mí? ¿Cuáles son las fuentes? ¿son fiables? ¿son válidas? ¿Se adecuan a mi propósito? ¿Su complejidad se ajusta a mis conocimientos? ¿La información es de calidad? Son muchas las decisiones que hay que tomar incluso antes de empezar a leer con un cierto detenimiento la información digital que hemos buscado y seleccionado. Si la memoria de trabajo, con niveles normales de comprensión lectora, ya se ve saturada por la acumulación de información, gran parte del alumnado con niveles de comprensión lectora en proceso de adquisición, difícilmente pueden conseguir la lectura crítica que requiere el mundo digital cuando se encuentran en las fases iniciales de su formación.
En un entorno digital donde la información está disponible en abundancia y se actualiza constantemente, nadie duda de que los alumnos, al finalizar la ESO, deben ser capaces de leer de forma rápida, superficial y no lineal textos digitales. Claro que, para navegar de forma eficaz por redes sociales, sitios web, blogs o simplemente para valorar los textos generados por las aplicaciones de IA generativa, se necesita un tipo de lectura que permita escanear rápidamente el contenido y determinar si es relevante para las necesidades o intereses. Indudablemente, la lectura superficial forma parte de la competencia digital, porque permite obtener de forma inmediata una visión general de los textos, captar las ideas principales, localizar datos concretos, descartar o seleccionar fuentes, etcétera. Ahora bien, ¿se puede utilizar eficazmente la lectura superficial si antes no se ha adquirido la capacidad de leer textos de manera profunda? Tanto una como la otra son necesarias y ambas se emplean indistintamente en función del propósito lector, tanto con recursos analógicos como digitales. Ahora bien, sin afianzar la lectura profunda, no es posible utilizar con efectividad la lectura superficial que requieren los entornos virtuales, y este es un hecho relevante que la escuela no puede ignorar cuando decide emplear las tecnologías en el aula.
En esta línea, se sabe que la atención, la concentración y la comprensión se ven más estimuladas por la lectura comprensiva y que, aunque esta también es posible cuando se lee en pantalla, es la lectura en papel la que favorece una inmersión completa en el contenido. Es por ello que en el proceso de formación de los estudiantes, deberíamos consolidar primeramente estrategias de lectura profunda, entre las que se encuentra la escritura y técnicas de interacción con el texto (subrayar, hacer anotaciones en los márgenes, señalar palabras clave, relacionar ideas con flechas…), que no es posible desarrollar en un texto digital o, cuando menos, no se ha demostrado efectivo (Mason et al., 2023). Si el simple hecho de estar expuesto a las tecnologías fuera suficiente para que los alumnos aprendieran las habilidades de leer en línea, entonces tendrían una ventaja cada vez mayor en la lectura digital a lo largo de los años. Contrariamente a esta suposición, la amplia evidencia empírica indica que el «efecto de inferioridad» de la pantalla aumentó entre el año 2000 y 2017 sin diferencias entre los grupos de edad, dado que buscar, navegar y leer críticamente en línea demanda atención y procesos ejecutivos bien desarrollados (Delgado et al., 2018). Por lo tanto, no podemos esperar que desaparezca el «efecto de inferioridad» de la pantalla a medida que el alumnado se expone a dispositivos digitales de forma cada vez más temprana en la escuela.
En la misma dirección apunta el estudio 21st-Century Readers: developing Literacy Skills in a Digital World, que destaca que los gobiernos deberían redoblar sus esfuerzos para combatir los sesgos digitales emergentes porque los estudiantes desfavorecidos de los países de la OCDE están perdiendo cada vez más el capital cultural de tener libros en sus entornos de aprendizaje en casa. Es una propuesta acertada, dado que sabemos que la lectura infantil está relacionada con un progreso cognitivo y de vocabulario sustancial entre los diez y los dieciséis años (Graves, 2006; Sullivan y Brown, 2015). En consecuencia, si leer es una de las acciones más relevantes en el desarrollo intelectual y personal, la brecha digital no se resuelve sólo con más tecnología, sino, sobre todo, con más libros.
LA ESCRITURA COMO COMPETENCIA DIGITAL CRUCIAL
En un mundo virtual, las competencias digitales que requieren buenos niveles de escritura son esenciales. Es el caso de la creación de contenido, con la redacción de textos claros y atractivos, para blogs, sitios webs o redes sociales, y la comunicación y colaboración digital, entre otros. Por ejemplo, un aprendizaje básico del alumnado en su escolarización obligatoria es el adecuado uso del correo electrónico, ya que es una herramienta muy valiosa para su desarrollo académico y personal y se convierte en un recurso esencial para la comunicación y la colaboración en línea. Es más, se convendrá que es importante que los estudiantes hagan uso de esta aplicación, no solo a escala básica, sino para sacar provecho de todo su potencial (automatizar envíos, proteger su cuenta y su privacidad en línea, utilizar filtros y etiquetas, etcétera). En todo caso, estos aprendizajes forman parte del envoltorio tecnológico —y necesariamente se aprenden ante un ordenador conectado a internet—. Pero ¿cuál es el momento adecuado para aprender a hacer un uso avanzado del correo electrónico? Más allá de los aspectos legales, ¿es necesario (y conveniente) enseñar a emplearlo en la educación primaria? Con independencia de las respuestas a estas preguntas, el dominio de la mensajería electrónica en ningún caso asegura que el alumno escriba correos electrónicos en un registro y tono adecuado al destinatario y al contexto, ya que este es un aprendizaje que no tiene que ver con el «saber digital», sino con el «saber escribir».
No obstante, producir un texto va mucho más allá de buscar información y reproducirla. Requiere el esfuerzo de documentarse con una cierta pericia para encontrar fuentes de inspiración, descartar y seleccionar textos, leerlos con atención, profundidad y concentración, conectar ideas y escribir dando forma a un texto comprensible, coherente, correcto, construyendo oraciones bien estructuradas y conectadas en un proceso de concentración sostenida. Pero esta competencia lingüística (y digital) no se aprende de golpe; requiere práctica, esfuerzo y una enseñanza explícita y sistemática, en clara progresión de complejidad.
La escritura es una herramienta poderosa que nos ayuda a organizar y estructurar nuestro pensamiento, nos permite ordenar conceptos, darles coherencia y generar nuevas ideas; es una potente herramienta de aprendizaje. Mediante la escritura (y la lectura) accedemos a nuevas formas de conocer, de pensar y de razonar. Particularmente, comparto la reflexión que Judith Hochman y Nathalie Wexler hacen en su influyente obra The Writing Revolution: A guide to advancing thinking through writing in all subjects and grades (Hochman y Wexler, 2017): cuando se hace de manera sistemática y secuenciada, enseñar a los alumnos a escribir es equivalente a enseñarles a pensar.
Es cierto que la escritura puede darse en un entorno completamente digital (y de hecho, acostumbra a ser así), pero las bases de la escritura exigen herramientas analógicas y estas deben aprenderse necesariamente en la escolarización básica. Si enseñar a escribir es enseñar a pensar, la escuela no puede sustituir este precioso aprendizaje por enfoques digitales. Desde esta perspectiva, hay que tener presente que, así como la tecnología ha modificado la manera en que leemos, también lo ha hecho en la forma en que escribimos (Carr, 2011). En este contexto, es fácil caer en la trampa de pensar que la IA generativa puede ser la gran solución al descenso a los niveles de escritura actuales; antes de delegarle a una máquina la escritura de un texto, ¿no conviene aprender a redactarlo autónomamente? ¿Cómo conseguimos que la IA generativa incentive el razonamiento y no lo eclipse? Aunque falta investigación al respecto, ya se empiezan a determinar impactos negativos en el pensamiento creativo por un uso inadecuado en el aula de la IA generativa (Habib et al., 2024); y la UNESCO (2024) reclama que las instituciones educativas validen la idoneidad ética y pedagógica de los sistemas de IA generativa en la educación, a la vez que hace un llamamiento a la comunidad internacional para que reflexione sobre sus implicaciones a largo plazo en el conocimiento, la enseñanza, el aprendizaje y la evaluación:
Desde la perspectiva de un enfoque centrado en el ser humano, las herramientas de IA deberían diseñarse para ampliar o aumentar las capacidades intelectuales y las habilidades sociales humanas, y no para socavarlas, entrar en conflicto con ellas o usurparlas (UNESCO, 2024, p. 39).
En este sentido, Mas (2024) reflexiona sobre los riesgos de ceder a la IA generativa tareas complejas como la escritura de un texto, no solo por la pérdida de control humano sobre los procesos de trabajo y la calidad de los resultados que supone, sino por el desentrenamiento de las habilidades de pensamiento de orden superior. Es conocido el principio «use it or lose it» (úsalo o piérdelo) para referirse al cerebro. La inteligencia que se delega se pierde, y no se está para derrocharla cuando, precisamente, los alumnos en la educación básica se encuentran en pleno proceso de desarrollo cognitivo e intelectual.
Si bien es cierto que la escritura se puede dar tanto en teclado como con lápiz y papel, escribir a mano facilita la formación de la memoria y la codificación de la nueva información y, por tanto, del aprendizaje (Van der Weel y Van der Meer, 2024). Por otro lado, sabemos que el acto de tomar notas escritas sobre el texto que leemos mejora su comprensión (Graham y Hebert, 2010). En particular, también es más beneficioso tomar notas a mano que con medios digitales porque permite resumir y organizar la información con palabras propias, lo que conduce a una codificación más profunda y natural (Mueller y Oppenheimer, 2014). Cuando escribimos plasmamos nuestras ideas de manera coherente y lógica, lo que nos permite reflexionar sobre ellas de manera más profunda. En resumen, la escritura no solo refleja nuestro pensamiento, sino que también lo modela, por eso es tan relevante que la educación básica potencie un aprendizaje tan fundamental.
LA TECNOLOGÍA PUEDE AMPLIFICAR LA ACCIÓN DOCENTE, NO REEMPLAZARLA
Cada vez son más las empresas tecnológicas que promocionan productos para el aprendizaje, en los que el rol del docente se limita a organizar los dispositivos en el aula, a seguir las instrucciones de la plataforma educativa que la escuela ha institucionalizado y a monitorizar el progreso de los alumnos a través del ordenador de su mesa. Se ha dado por hecho que si el alumnado emplea dispositivos electrónicos para aprender, se matan dos pájaros de un tiro: adquiere conocimientos al mismo tiempo que desarrolla competencias digitales. Sin embargo, el uso de tecnologías en su fórmula «un dispositivo por alumno» no garantiza automáticamente mejores resultados en términos de aprendizaje (Beuermann, 2015; Mora Corral et al., 2018). Es importante recordar que en el año 2015, en el marco de la evaluación PISA, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos investigó el impacto del uso de ordenadores en el rendimiento académico. El informe resultante, Students, Computers and Learning: Making the Connection (OCDE, 2015), reveló que los estudiantes (de quince años) que usan ordenadores de manera moderada en el entorno escolar suelen obtener resultados académicos ligeramente superiores a aquellos que casi no los utilizan, pero que el uso frecuente de ordenadores en las aulas se correlaciona con un deterioro significativo del rendimiento, incluso después de considerar factores sociales y demográficos. Además, no se observaron mejoras sustanciales en los niveles de competencia en lectura, matemáticas o ciencias en los países que habían invertido considerablemente en tecnologías para la educación. Más decepcionante aún, la tecnología demostró ser de poca ayuda para cerrar el sesgo de habilidades entre estudiantes de diferentes entornos socioeconómicos. El informe concluía que para promover la igualdad de oportunidades en la era digital los estudiantes deben alcanzar un nivel básico de competencia en lectura y matemáticas: la construcción de una comprensión profunda y conceptual, así como el desarrollo del pensamiento crítico, requiere interacciones intensas entre docentes y discentes. A tal efecto, la tecnología puede actuar como distracción en lugar de facilitar este valioso compromiso humano.
En coherencia, la tecnología en el aula ha mostrado eficacia cuando se ha utilizado para complementar o mejorar la enseñanza, en lugar de sustituirla (Stringer et al., 2019). En este contexto, cuando se emplean dispositivos electrónicos en el aula, los docentes deberían tener en cuenta los principios que han demostrado ser eficaces para enseñar y para aprender (Rosenshine, 2012). El modelo TPCK, acrónimo de Technological Pedagogical Content Knowledge (Mishra y Koehler, 2006) es un marco que establece los conocimientos que los docentes deben tener para integrar eficazmente la tecnología, para orientarla de forma clara e inequívoca al aprendizaje:
- Conocimientos del contenido (saber de lo que se enseña), que se refiere al dominio de los conceptos, teorías, principios y estructura relacionados con una determinada materia y su lenguaje y contextos propios.
- Conocimientos tecnológicos, que incluye la comprensión de cómo, cuándo y para qué conviene utilizar la tecnología de manera eficaz y ética en el contexto educativo.
- Conocimientos pedagógicos: aspecto relativo a las habilidades metodológicas necesarias para enseñar de manera efectiva, tanto a escala general, como de forma específica en relación con el área o materia.
Enseñar y aprender son dos caras de la misma moneda. Conviene destacar que los mecanismos con los que aprendemos los humanos no parecen haber variado porque hayan aparecido las pantallas o, al menos, no hay evidencia. La atención a lo que se hace, a lo que se escucha y a lo que se ve, sigue siendo un elemento imprescindible para el aprendizaje. En este contexto, si hay algo que caracteriza el hecho de vivir rodeado de pantallas es justamente la disminución en la capacidad de centrar la atención. No es algo que solo el profesorado esté experimentando en su día a día en el aula; también la evidencia científica apunta en esta dirección (Gausby, 2015; Vedechkina y Borgonovi, 2021). En este contexto, es crucial tener en cuenta que la distracción digital está fuertemente asociada con los resultados de aprendizaje (Schleicher, 2023). La evidencia empírica es cada vez más amplia y explícita al respecto: el procesamiento de la información en línea tiene un efecto negativo sobre la cognición y en concreto sobre la atención sostenida; aumenta la capacidad de distracción y afecta a las habilidades de control ejecutivo (Peng et al., 2018). La atención es la puerta del aprendizaje, por esta razón el empobrecimiento de la atención limita la capacidad de aprender. Por este motivo es tan importante un uso medido, controlado y con un propósito formativo de las tecnologías en las aulas.
CONCLUSIONES
Es compartido por todos que el alumnado debe aprender a calcular, aunque disponemos de la tecnología que lo facilita desde hace décadas —las calculadoras—, y no sustituimos el hecho de aprender a calcular para aprender a usar la calculadora para calcular. Es cierto que no dejamos de hacer ambas cosas, pero cada una tiene su momento. Del mismo modo, los fundamentos de una óptima cultura digital se aprenden y se consolidan con medios analógicos; la lectura profunda en papel y la escritura a mano son pilares irrenunciables para la formación digital en la educación básica, ya que son esenciales para adquirir conocimientos y para ejercer una ciudadanía digital informada, crítica y autónoma. No se trata tanto de decidir si incorporar o no los dispositivos a las aulas, sino para qué se hace.
El medio a través del cual aprendemos (papel o pantalla) no es inocuo y, en consecuencia, las decisiones sobre cuándo y cómo debemos utilizar la tecnología son relevantes. El simple hecho de que nuestros alumnos crezcan rodeados de tecnología, en ningún caso puede presuponer unas competencias digitales que les permitan utilizarla de una manera responsable, saludable y efectiva. Hay que enseñarles. En todo caso, la primera decisión de un equipo docente no debería ser qué aplicaciones informáticas (o qué metodología) empleará en el aula, sino cuáles son los aprendizajes que se pretenden conseguir. El uso de la tecnología debería dirigirse a favorecer la adquisición de los aprendizajes pretendidos y amplificar la acción docente del profesor, no a reemplazarla. Poner la tecnología al servicio del aprendizaje implica necesariamente basarse en prácticas docentes efectivas en el aula y, por tanto, conocer qué estrategias ayudan al alumnado a aprender.
En conclusión, en un mundo altamente digitalizado es necesario que la escuela reflexione sobre cuándo la tecnología ayuda a que los estudiantes adquieran conocimientos relevantes y cuándo perjudica su transmisión, cuándo facilita el análisis crítico y cuándo, simplemente, fomenta el consumo de información superficial, cuándo estimula el desarrollo cognitivo y cuándo lo obstaculiza, cuándo brinda más opciones de aprendizaje y cuándo es una barrera, cuándo ayuda a centrar la atención y cuándo la dispersa y, en definitiva, cuándo ayuda al docente a enseñar mejor y cuándo, simplemente, lo sustituye. Es evidente que no se puede aprender a ir en bicicleta sin bicicleta, pero antes, conviene saber caminar.
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