La pérdida de autoridad del docente destroza el bienestar, el aprendizaje y las posibilidades futuras del alumnado

Al emanciparse de la autoridad de los adultos, el niño no ha sido liberado sino que ha sido sometido a una autoridad mucho más aterradora y verdaderamente tiránica, la tiranía de la mayoría (Hannah Arendt, 1959)

La autoridad en el ámbito educativo tiene dos vertientes. Por un lado está la autoridad del conocimiento, una autoridad que tiene el docente al ser un experto en su materia. Esta autoridad se ha ido cercenando en las últimas décadas con la implosión (acompañada, desgraciadamente, por su imposición por parte de la administración) de una serie de mal llamadas “nuevas” metodologías que pretenden igualar a docente y discente. Cuando el profesor tiene menos autoridad en la materia limitándose su libertad de cátedra al tener que implementar como norma, y no como un recurso metodológico complementario en función del tipo de objetivos de aprendizaje a conseguir y del grupo de alumnos con el que trabajar, metodologías y enfoques como el ABP, el aprendizaje por descubrimiento, el trabajo por ámbitos que atenta contra el principio de especialidad, el sinsentido de la evaluación competencial, adaptarse a los intereses y gustos del alumnado e infantilizarlo con una gamificación continua, la mayor víctima es el alumnado, el aprendizaje del cual queda afectado negativamente (especialmente del alumnado proveniente de entornos socioeconómicos humildes). Sobre esta cuestión ya se ha escrito mucho y el objetivo de este artículo no es seguir ahondando en un tema que está ampliamente documentado y apoyado en evidencias científicas apabullantes (otra cosa es que haya personas a las que por intereses personales o por tozudez ideológica no les interese verlo).

Pero hay otra vertiente de la autoridad, a la cual la minusvaloración de la autoridad del conocimiento arriba descrita también socava y a la que yo llamo “el elefante en la habitación”, que es todavía más fundamental para no solo el aprendizaje del alumnado, sino para su propio bienestar; y no es otra que la autoridad del profesor por ser un adulto que, al estar en una posición de jerarquía y responsabilidad superior a la del alumnado, debe mantener un clima de disciplina y buen comportamiento entre el alumnado para establecer un adecuado ambiente de estudio; tema capital ya que el clima de aula está entre los tres elementos más importantes que impactan en el aprendizaje (Coe et al., 2014). Porque como dice la cita de la filósofa Hannah Arendt del epígrafe de este artículo, si el adulto no tiene autoridad, otros elementos se encargarán de asumirla, unos elementos que crearán un ambiente de aula caótico en el que los alumnos no se sentirán seguros y sufrirán. Es muy común observar en un aula en la que la autoridad del adulto está ausente como a los alumnos dominantes y disruptivos se les permite impedir que los chicos más tímidos hablen y expresen su opinión libremente delante de sus compañeros. Y es que a pesar de lo que pregona el pedagogismo buenista, la autoridad no se puede quitar, solo podemos moverla hacia otro lugar.

Recientemente salía una noticia en el diario Ara en la que se analizaba el aumento en Cataluña (¡superior al 150%!) de las bajas entre docentes desde el año 2018. Este fenómeno está totalmente relacionado con los escalofriantes datos sobre la moral actual del profesorado: ansiedad, bajas, abandono de la profesión, faltas de respeto de familias, alumnado e inspección, etc. Cada año veo a compañeros sufrir de manera profunda, ya sea en silencio o directamente llorando de manera abierta. Si el profesor no está bien, los alumnos, lógicamente, van a aprender menos, por lo que indirectamente el malestar del docente se traduce en una peor calidad de enseñanza, y por lo tanto de aprendizaje del alumnado. Así que yo me lanzo una pregunta: ¿Quién nos cuida a nosotros los docentes? En mis 15 años de experiencia como profesor de secundaria en multitud de centros educativos diferentes he vivido en carne propia, o he presenciado en algún compañero, presiones, amenazas, insultos y falsas acusaciones de alumnos y familias, escupitajos, ruedas de coche pinchadas, alumnos que son una amenaza para la integridad física de compañeros de pupitre y de docentes que no reciben consecuencia disciplinaria acorde, etc. Realmente, ¿existe alguna otra profesión en la que semanalmente el trabajador tenga que soportar semejante conjunto de atropellos y humillaciones? Recuerdo un indignante comentario de una compañera del Departamento de Orientación que aconsejaba a un compañero profesor que manifestaba su ansiedad diaria al acudir al trabajo (una ansiedad que en la actualidad confiesan siete de cada diez docentes, según el último informe del Defensor del Profesor) que quizás lo mejor para él era que debía pensar en cambiar de profesión. Pero yo me pregunto si eso no es normalizar lo denigrante, si no sería más lógico crear un sistema de respeto, autoridad y disciplina que permitiera un ambiente de aula digno para el aprendizaje, independientemente del carácter personal de cada docente. Del informe antes citado se desprende que en la escuela pública española de hoy en día dos de cada diez profesores no son capaces de hacerse con el aula, los docentes sufren más de 150 agresiones cada curso académico, cuatro de cada diez profesores son acusados falsamente y tres de cada diez reciben faltas de respeto en su quehacer diario. En definitiva, la mitad de los docentes españoles ha sufrido situaciones conflictivas en centros educativos. ¿Tenemos que aceptar que la mala educación y el clima de aula negativo para el aprendizaje “es lo que hay” en nuestra profesión y que por lo tanto entra dentro de nuestro sueldo? ¿Puede sorprender entonces que el número  de bajas laborales y el abandono de la profesión por parte de profesores sea cada vez mayor? De hecho, hay comunidades autónomas como Cataluña donde ya hay problemas para cubrir determinadas materias con docentes especializados. Nuestro colectivo está quemado por culpa del maltrato que recibe, y desgraciadamente en muchas ocasiones la única manera que hay de no sucumbir a la ansiedad es desvincularse emocionalmente de la profesión, lo cual no puede llevar más que a un empeoramiento de la calidad de la enseñanza. Esta triste técnica de supervivencia es mucho más común hoy en día de lo que puede parecer y de lo que sería deseable, ya que implica la pérdida de la esperanza y la ilusión de inspirar e impactar en nuestro alumnado, uno de los motivos principales por el que muchos nos metimos en esta profesión.

Es cierto que hay centros que tienen una dinámica imposible de cambiar: tensión, faltas de respeto diarias hacia el profesorado, ambiente de aula violento y muy disruptivo que imposibilita el adecuado aprendizaje del alumnado… Por eso, se hace necesario crear una estructura y cultura de centro que no haga que cada cual se aguante su palo: claridad en las normas, límites comunes entre todos. Y quizás aquí sí que hay que hacer autocrítica, porque en demasiadas ocasiones los docentes tenemos interiorizado que nadie nos va a apoyar, que por muchas cosas que pasen en el aula la administración no va a tomar partido por nuestro bienestar (que como explico más adelante, repercute en el bienestar y en el aprendizaje del alumnado), que hemos llegado a aguantar y a normalizar ciertos comportamientos y actitudes por parte de nuestro alumnado ante los cuales la sociedad debería ponerse las manos en la cabeza. De hecho, es muy habitual entre nuestro colectivo ser reacios a admitir el comportamiento inadecuado de nuestros alumnos en nuestras clases, ya que de alguna manera ponemos en duda nuestra valía profesional. Pero lo cierto es que como docentes no debemos ignorar el mal comportamiento de nuestros alumnos, una estrategia que lamentablemente a menudo se sigue para poder sobrevivir en la profesión; ni tampoco debemos aceptar que se nos culpe de ese mal comportamiento como a veces se plantea porque no hemos hecho lo suficiente para captarles la atención. Debemos compartir nuestros problemas, pedir ayuda a compañeros y a nuestros equipos directivos, porque nuestra salud y bienestar, y por ende la de nuestro alumnado, lo merece. Porque de lo contrario nos dirigimos a un escenario como el inglés, en el que menos de un cuarto de los nuevos profesores siguen en la profesión después de cinco años. Según una encuesta realizada en 2019 a 5.000 docentes por el sindicato de profesores NASUWT4, una cuarta parte de los docentes sufre violencia física por parte de los alumnos una vez por semana, casi un tercio ha recibido puñetazos, patadas o golpes y el 7% escupitajos. Debemos tener siempre presente que promovemos lo que permitimos, y que las interrupciones de bajo nivel que no se atajan lleva a la larga a situaciones de violencia más extrema. En lugar de hacer la vista gorda ante una mala contestación, un alumno que le lanza un bolígrafo a otro que está sentado en la otra punta de la clase, un alumno que llega tarde a clase día sí y otro también, un grupo de compañeros que se ríe cuando otro ha contestado mal una pregunta, etc., debemos actuar, aplicando consecuencias a sus comportamientos negativos, porque en caso contrario es muy difícil que siendo adolescentes inmaduros puedan aprender a mejorar. Hay que enseñar a nuestro alumnado que por el bien del grupo y del suyo propio no se pueden incumplir las normas, y que si lo hacen no se van a ir de rositas; porque de lo contrario, lo que ellos interpretan es que pueden seguir molestando y por lo tanto entorpeciendo el aprendizaje de sus compañeros sin ningún tipo de problema. Esto puede parecer extremo, pero las situaciones de violencia más extrema descritas anteriormente no surgen de la nada, sino de una cultura permisiva en la que se da espacio a interrupciones e impertinencias de bajo nivel, las cuales van escalando si no se les aplica una consecuencia. Me parece fantástica la reflexión que hace una de las profesoras de la Michaela School al respecto; “when someone in my Year 7 class stepped out of line, I asked myself the following two questions: If I let them continue in this way, what kind of person will they become” (If it’s something negative, I need to address it). Would I want to see this in my own children? (If not, I need to address it)[1] (Birbalsingh, 2020: 365). Aplicar medidas disciplinarias no es algo divertido ni que guste a ningún docente, pero es muy necesario. Y para ello es imprescindible crear una cultura de centro que no culpe al profesorado por implementar las normas y aplicar castigos en el caso en el que se incumplan, como muchas veces ocurre en depende qué institutos, ya que si no la tarea de gestionar una clase con 25-30 adolescentes (cuando no más) es una misión imposible que lo único que hace es poner una inmensa presión y estrés sobre el docente.

Después está el tema de las actuales normativas educativas actuales, que no ayudan; todo lo contrario. Ni tampoco ayudan las presiones de determinados equipos directivos e inspección para que aprobemos a todo el alumnado. Las promociones automáticas, sin apoyo ni recursos a esos alumnos que van pasando de curso sin haber alcanzado unos conocimientos y objetivos de aprendizaje mínimos, condena a la indigencia cognitiva a un gran grueso de nuestro alumnado. Muchos de esos alumnos, sin apoyos en el aula y por lo tanto en muchos casos sin entender un gran porcentaje de lo que se les explica, se convierten en alumnos disruptivos y en ocasiones violentos que perjudican diariamente el aprendizaje del grupo-aula en el que se encuentran. Por otro lado, la ausencia de formación docente en gestión de aula se añade a la de la didáctica específica de las diferentes especialidades; eso sí, formación en gamificación, evaluación competencial, ABP, situaciones de aprendizaje, aspectos socioemocionales, etc., hay para aburrir. La promoción automática y la titulación sin límite de materias suspendidas (lo que lleva a menudo a dar títulos de graduados a completos analfabetos funcionales) siempre se ha justificado con el repetido argumento de que “la repetición produce un daño emocional irreparable en el alumno, además de que no le sirve para mejorar”. Ni que decir tiene que repetir afecta emocionalmente al alumno, pero habría que analizar si en mayor o menor grado que pasar de curso sin tener adquiridos los conocimientos necesarios y estar completamente perdido y alienado del resto de compañeros al curso siguiente durante 6 horas lectivas diarias de lunes a viernes durante 9 meses. Como en todas las argumentaciones tan genéricas, los datos y la realidad se empecinan en ponerlas en duda. Y es que es necesario un debate y un análisis sosegado sobre este tema, como de tantos otros, ya que otro de los argumentos que afirman categóricamente los que están en contra de la repetición es que aumenta las posibilidades de abandono escolar, pero por ejemplo al comparar los datos del País Vasco y Aragón con los de Cataluña y Castilla La-Mancha esto queda en entredicho, ya que las primeras comunidades tienen un alto porcentaje de graduación con una mayor tasa de repetición que las segundas, teniendo éstas además una tasa de repetición mucho menor (Magro, 2023). Quizás, como el propio Carlos Magro señala en su artículo, lo esencial es ver “qué pasa y qué medidas de apoyo y acompañamiento se dan a los alumnos repetidores” (a lo que yo añadiría “y también a los que promocionan automáticamente sin conocimientos de base”, ya que promocionar sin recursos ni refuerzos ni apoyos sí que es una medida totalmente hueca y baldía). Personalmente, yo he tenido alumnos a los que sí es verdad, la repetición no les ha servido, pero muchos otros a los que sí. Nunca olvidaré a Hugo, alumno repetidor de 3o de ESO que conocí siendo su tutor y profesor de Geografía e Historia. Hugo acabó 3o de ESO con unas notas más que aceptables para ser un alumno repetidor (sobre todo sabiendo que hiciera lo que hiciera pasaría de curso por imperativo legal). Pero es que en 4o de ESO tuvo una progresión espectacular. Uno de los mejores momentos que recuerdo de toda mi carrera docente es cuando en el examen de la 3a evaluación de Historia le entregué el examen en el que había sacado un 10 e instantáneamente empezó a llorar (y también me hizo llorar a mí en un sentido abrazo entre ambos). Hugo aprendió de su proceso de repetición y de que no se le hubiese bajado la exigencia (y por supuesto gracias a su tremendo esfuerzo personal), que podía llegar a las mismas cotas o incluso mayores que el resto de sus compañeros, y ese pensamiento y autopercepción le ayudarán para el resto de su vida.

Y es que este es uno de los principales errores que tiene nuestro sistema educativo con el alumnado, las bajas expectativas académicas que tenemos con muchos de ellos y la imposición de las atenciones socio afectivas hacia los jóvenes. Todos conocemos el efecto Pigmalión que se relaciona con la potencial influencia que ejerce la creencia de una persona en el rendimiento de otra. Tratando a nuestros estudiantes con condescendencia no les estamos ayudando, al contrario. La pobreza, la inmigración o los problemas sociales no deben ser una excusa para no ofrecer un sistema educativo decente en el que todos los estudiantes tengan la oportunidad de subir al ascensor social. Porque si no les condenamos a la indigencia cognitiva, laboral y personal a largo término, además de al resto de sus compañeros de manera inmediata al bajar el nivel general del grupo-aula. Como dice uno de los profesores de la Michaela School, “failing to expose disadvantaged young people to important cultural knowledge sets them at a significant disadvantage when they enter the adult world”[2] (Birbalsingh, 2020: 75). Y bien lo saben los docentes que trabajan en este instituto, situado en el barrio de Wembley de Londres, con alumnado procedente de una gran diversidad de minorías étnicas y de clase social humilde, mucho de ellos además con problemas familiares, que ha conseguido con una combinación de una estricta disciplina y una enseñanza basada en la enseñanza explícita en la que sus docentes son la autoridad que proporciona los conocimientos poner a sus estudiantes al nivel (e incluso superar) de muchas de las escuelas privadas de élite de Inglaterra. En cambio, el discurso dominante educativo actual (véase LOMLOE y todos sus palmeros), en vez de centrarse en proporcionar las herramientas a nuestro alumnado para progresar académicamente y culturalmente, y por ende, personalmente, se pierde en un individualismo y un subjetivismo que lastra las oportunidades de nuestros jóvenes; “the narrative of victimhood makes young people defeated and powerless: they feel that there’s nothing to be done except feel angry about the status quo”[3] (Birbalsingh, 2020: 82). Alimentamos un sentimiento de resentimiento y hostilidad en muchos de nuestros jóvenes que provienen de entornos socioeconómicos desfavorecidos que luego se traduce en una mala convivencia en las aulas. Y es que las altas expectativas no deben limitarse al plano académico, sino también al de comportamiento, y estas son importantes para todos los alumnos, pero más si cabe para los conflictivos. Dejar de aplicar una sanción a un mal comportamiento, falta de respeto o por el hecho de no trabajar en el aula, además de perjudicar las posibilidades de aprender del resto de compañeros, lanza un claro doble mensaje al alumno infractor: “what you did was fine and you shouldn’t receive any punishment. What you did wasn’t fine, but it’s what I expect of you and I don’t believe you can do better. This is a significant aspect of benevolent adult authority which is ignored by those who so vehemently oppose it. To put yourself in a position of authority and to tell a child that you are disappointed in them, that they have behaved poorly, is also to say I believe you can do better than this”[4] (Birbalsingh, 2020: 114). La visión que tiene Michaela School es totalmente distinta, es la de ofrecer una formación exigente y estricta de calidad que ayudará a su alumnado a progresar a largo término en su vida adulta futura. Queda claro en el testimonio de uno de sus alumnos, Patman, alumno que antes de ir a parar a Michaela estuvo en una PRU (Pupil Referral Unit; es decir, un centro para alumnado muy conflictivo) en el que nos cuenta “At my old school, whenever anyone messed around, I would join in, everyone would join in, and it was chaos […] At Michaela pupils don’t even try to mess around […] I think I’ve become a nicer person at Michaela. I’ve calmed down a lot. The atmosphere at Michaela is quiet and calm. Pupils are much nicer here. I’ve realized drama and fights and arguments aren’t worth it. Causing trouble makes you look like a clown. If I hadn’t gone to Michaela, I believe I would be in prison or in jail right now[5] (Birbalsingh, 2020: 334-335). El proyecto de centro que tiene este instituto de secundaria ha sido tremendamente criticado por el establishment pedagogista oficial, y ha sido objeto de una buena dosis de odio por quienes se oponen a él, llegando a recibir su directora y algunos de sus profesores amenazas de muerte y avisos de bomba en las instalaciones. Pero quizás todo ese odio se deba al éxito que demuestra, no sólo en sus resultados académicos en los exámenes estandarizados nacionales, sino en la mejora en la vida de sus alumnos, muchos de ellos en riesgo de exclusión social, quienes además de recibir unos conocimientos excelentes, adquieren unos valores basados en anteponer el bien del grupo al interés individual, en la gratitud y la humildad, y en la responsabilidad individual para cumplir con el propio deber sin buscar excusas de ningún tipo, todo lo cual permite a su alumnado prepararles para una vida exitosa en su vida adulta. Es una realidad que desmonta los prejuicios ideológicos de quienes toman las decisiones en política educativa en la actualidad no sólo en Inglaterra, sino también en nuestro país. Y eso, a muchos, les duele.

De hecho, toda esta ocupación de lo socioemocional para descuidar el conocimiento y la formación académica en las instituciones educativas tampoco está ayudando a nuestros jóvenes a nivel psicológico (la que sería la única justificación seria para defender su implosión en los institutos de secundaria). El Informe #Rayadas de la Fundación Manantial  de noviembre de 2023 explica que el 45,8% de los jóvenes españoles entre 16 y 32 años padece malestar emocional, un 47,1% entre 16 y 24 años se siente nervioso o inquieto siempre o muchas veces, el 43,2% no puede dormir con frecuencia o nunca, un 38,3% de las personas jóvenes se siente sola siempre o muchas veces, y un 31,5% sufre episodios de ansiedad siempre o muchas veces. Por otro lado, datos del Ministerio de Universidades del 2023 nos dice que más del 50% del estudiantado ha percibido la necesidad de apoyo psicológico por problemas de salud mental recientes. Paradójicamente, cuánto más se intenta trabajar el tema emocional, más frágiles son emocionalmente; o quizás la paradoja no existe, ya que lo que hacemos es tratarlos como si fueran de cristal y en eso se convierten precisamente. El acto de crecer supone que uno debe curtirse, que nuestros chicos deben tener exposición a la realidad, a algo que les cause estrés, sin sobreprotección desde la familia y la escuela (hasta el extremo de que hoy día hay iluminados que proponen prohibir los exámenes por el “bienestar” del alumnado), porque si no llega un momento en el que la realidad y el menor inconveniente de ella les resulta insoportable. La cultura del hedonismo actual hace que nuestros jóvenes tengan fobia a la mera idea del esfuerzo, a la exposición de lo que pueda ser desagradable. La consecuencia lógica es que criamos a seres frágiles y extremadamente vulnerables. “Así como pasar un mes postrado en una cama provoca atrofia muscular, los sistemas complejos se debilitan e incluso mueren cuando son privados de factores estresantes” (Taleb, 2016). Porque al fin y al cabo, las formas tradicionales de autoridad representadas por los progenitores y los profesores actúan en el mejor interés del niño, mientras que en la actualidad tenemos nuevas formas de autoridad motivadas por el interés del mercado, en concreto de las Big Tech y de “influencers” en YouTube que tienen un impacto negativo muy grande sobre la salud mental de nuestros alumnos (Haidt, 2024).

Vivimos bajo la tiranía de un lenguaje social buenista que tergiversa la realidad, en el que los conceptos de víctimas y agresores tienen límites desdibujados; porque al agresor en un caso de bullying se le considera también una víctima (la cultura del victimismo lo justificará diciendo que es una víctima de su entorno familiar o del sistema económico, desresponsabilizando del sentido del deber individual a nuestros jóvenes). Todavía recuerdo las vergonzosas e indignantes palabras de la consellera d’Educació de Cataluña, Irene Rigau, tras el asesinato de un profesor por parte de un alumno con una ballesta en 2015 en el instituto Joan Fuster de Barcelona: “Ha muerto un profesor, pero hay una gran víctima, que es el niño”. ¿Pero es que la dictadura de lo políticamente correcto no tiene límites? No señora, la gran víctima fue el docente, que acudiendo a su lugar de trabajo con el noble fin de enseñar perdió la vida, dejando un gran dolor en su familia y allegados más íntimos. A un compañero de Primaria al que un alumno estuvo a punto de agredirle físicamente le dijeron que el alumno habría tenido que sentirse muy mal para reaccionar así, dando a entender que lo mismo el docente se lo había buscado por (supuestamente) generar una situación violenta. Vaya, vergonzosamente comparable al “algo habrá hecho” para justificar la violencia machista de épocas oscuras anteriores en nuestro país. En definitiva, vivimos en una cultura en la que la violencia contra el colectivo docente se tolera e incluso se justifica, y así es muy difícil dignificar nuestra profesión.

Pero no me quiero extender en la situación del profesorado, porque si algo tenemos aprendido desde hace años el colectivo docente es que nuestras reclamaciones, nuestras propuestas de mejora, nuestras críticas a lo que consideramos que no funciona bien, siempre caen en saco roto; tan solo hay que ver como nos ignoran y desautorizan reforma educativa tras reforma educativa, independientemente del partido político de turno. Porque la verdad es que toda esta realidad condena el aprendizaje del alumnado, afectando muy negativamente a su educación integral, y especialmente a la del alumnado con dificultades de aprendizaje (Carrell et al., 2009). Existen algunos datos muy ilustrativos al respecto que se desprenden de un estudio que realizó la inspección en el Reino Unido (y doy fe que en nuestro país las cosas deben ir por el estilo) que atestiguaba que las interrupciones en el aula y el mal comportamiento roban un 20% del tiempo de aprendizaje actual; es decir, que de cada hora de clase, 12 minutos se tiran a la basura; de cada día lectivo 70 minutos de aprendizaje (¡más de una hora lectiva al día!), no sirve para nada más que para estresar al profesorado y hacer sentir mal e inseguro al alumnado (Lefgren, 2004). Mientras tanto, y ante esta realidad diaria en el aula que daña el bienestar físico, mental y de aprendizaje de nuestros alumnos, el discurso políticamente correcto (liderado por los pedagogos que nunca han dado clase en la ESO) sigue viendo la ausencia de autoridad adulta como algo “liberador”.

Las escuelas e institutos necesitan volver a concederle autoridad al profesorado, y esta autoridad le debe venir dada y no se la tiene que ganar como a veces se pregona. Lo que un docente sí se debe ganar es el respeto y posible reconocimiento de su alumnado (a través de su profesionalidad, de ser un ejemplo de trato educado, de puntualidad, de responsabilidad, de ser justo, de prepararse bien las clases, de tener un conocimiento profundo de su materia, etc.), pero no la autoridad. Porque si la autoridad la tienen los propios pares, como en demasiadas ocasiones ocurre hoy en día, eso puede ser muy perjudicial para el resto de compañeros que no tienen la oportunidad de aprender en unas condiciones seguras, dignas y de respeto. Si no, tendremos la tristemente típica clase en la que los alumnos que tienen buen comportamiento y son estudiosos son objeto de burlas de los abusones de la clase, que se convierten en los amos de la escuela. La autoridad del profesor es una condición sine qua non para todo lo positivo que pueda venir detrás. La ausencia de una autoridad clara del adulto en nuestras escuelas e institutos en la actualidad condena a miles de alumnos al caos. Y esto, lamentablemente, es más grave para el alumnado procedente de entornos socioeconómicos humildes, quienes no pueden permitirse el lujo de perder tiempo de instrucción en clase al no tener las oportunidades de compensación formativas que tienen sus compañeros de clase media y alta (libros en casa, discusiones intrafamiliares sobre temas culturales, clases extraescolares y profesores de repaso, etc.). En muchos institutos de secundaria existe un entorno permisivo tan amplio que sólo se toman decisiones claras y fuertes una vez que la mala conducta ha llegado a tal punto de gravedad que se considera peligrosa para la salud física de alumnado y profesorado. Aprender en este ambiente tan tenso, lógicamente, se hace muy difícil. Y estoy completamente de acuerdo en que un buen clima de aula no se sustenta solamente en una disciplina férrea y en un autoritarismo del profesorado, que también es necesaria una relación de afecto y cariño hacia el alumnado. Pero esa mirada bonita solo puede asentarse con un contexto de respeto, disciplina y autoridad del profesor. A partir de ahí, se puede construir; hacerlo al revés es una quimera utópica. Sin un sistema y una estructura que apoye la autoridad de los docentes y establezca un ambiente de orden en las aulas, el profesorado no podrá dirigir su energía a establecer lazos sentimentales y de compenetración con sus alumnos, muy necesarios para motivar el trabajo del alumnado, ya que los niños y adolescentes no suelen aprender de un profesor al que no le tienen estima. Pero si el profesor debe estar constantemente estresado en clase estando pendiente de que fulanito no grite cada 15 segundos y menganito no le pegue una colleja a su compañero cada 30 segundos, su capacidad para establecer relaciones de afecto quedará completamente mermada, y las necesarias sonrisas, bromas y el compartir historias personales en la relación con nuestro alumnado se harán imposibles.

Y todo este embrollo no deja de resultar paradójico. En la LOMCE que aprobó el anterior gobierno del PP (ley Wert), se concedió al colectivo docente ser “autoridad pública”. Concretamente, en el Art.142.3 de la actual LOE-LOMLOE (introducido por la LOMCE en 2013) se estipula que “Los miembros del equipo directivo y los profesores y profesoras serán considerados autoridad pública. En los procedimientos de adopción de medidas correctoras, los hechos constatados por profesores, profesoras y miembros del equipo directivo de los centros docentes tendrán valor probatorio y disfrutarán de presunción de veracidad “iuris tantum” o salvo prueba en contrario, sin perjuicio de las pruebas que, en defensa de los respectivos derechos o intereses, puedan señalar o aportar los propios alumnos y alumnas”. Lo cierto es que el precepto legal es muy bonito y queda precioso en el papel. Pero, ¿de qué ha servido? Curiosamente, la LOMLOE ha mantenido ese estatus de “autoridad pública” en el colectivo docente, aunque lo haya ido vaciando con todo lo explicado anteriormente. Y esa es la paradoja: nos reconocen legalmente autoridad pública, al tiempo que de facto nos la vacían. Es como dar una botella de agua agujereada a una persona sedienta.

Así que, desde el plano más individual al más general, conviene cambiar el rumbo para que la situación no siga por este mismo derrotero y se haga del todo insostenible. A nivel del profesorado, debemos recobrar la confianza, formarnos en gestión de aula y observar el trabajo de compañeros experimentados entrando en sus clases y aprendiendo de ellos; así como no bajar el listón académico y de comportamiento y exigir el máximo de todos y cada uno de nuestros alumnos. La autoridad del profesor es esencial si queremos que nuestros chicos crezcan seguros, felices y capaces de desarrollarse y prosperar. Nuestra función como profesores es ayudar a que nuestro alumnado se convierta en futuros adultos a los que admiramos y respetamos. En cuanto al centro educativo, urge establecer una cultura de centro en el que el respeto hacia la figura del docente sea el máximo posible. Para eso, los centros educativos deben implementar una serie de estrategias con unas normas y unos límites claros para mejorar la convivencia y la cohesión social, y por este motivo la participación y el apoyo de las familias son también muy necesarias. En lugar de sentir lástima por un alumno con problemática familiar y social detrás y tratarlo como una víctima, debemos superar ese sentimiento, del todo natural, y exigirle igual que a los demás para que pueda recibir una formación que le permita progresar individualmente. A nivel de administraciones comunitarias y estatal, necesitamos normativas que protejan de verdad y no solo sobre el papel la integridad física y psicológica del profesorado (porque es de justicia humana y porque además de ello se beneficiará principalmente el alumnado), y por lo tanto las leyes educativas, los decretos de las diferentes comunidades y la labor de la inspección educativa deben parar de desautorizar a los docentes y tomar en cuenta nuestras reclamaciones, así como las constantes y crecientes agresiones, presiones y amenazas que sufrimos. También, lógicamente, destinar recursos para atender la cada vez mayor diversidad presente en nuestras aulas (muchas veces resultados de su política educativa fallida) y a los alumnos con necesidades educativas especiales. Y, finalmente, como sociedad no podemos seguir alimentando la cultura del victimismo y del conformismo en nuestros jóvenes, porque victimizarlos los limita en su desarrollo. En lugar de eso, debemos empoderar a nuestros estudiantes, abiréndoles así un mundo de posibilidades infinitas que están a su alcance. Debemos educarlos en valores como la gratitud, la humildad y la responsabilidad individual, alejándolos de las excusas. Los alumnos, y especialmente los que provienen de entornos familiares y socioeconómicos difíciles, necesitan escuchar un mensaje revigorante y esperanzador, como el de que los seres humanos somos antifrágiles y que “la antifragilidad va más allá de la resiliencia o la dureza, ya que el resiliente resiste los impactos y permanece igual, mientras que el antifrágil mejora” (Taleb, 2016). De la misma manera, como sociedad no podemos permanecer impasibles ante la violencia hacia los docentes, y eso pasa por educar desde las familias en el respeto hacia unos profesionales que dedican mucho esfuerzo para formar a nuestra juventud, futuro de nuestro país.

Durante mi experiencia de 15 años como docente en lugares tan diversos como el área metropolitana de Barcelona, Praga, el estado de Carolina del Norte en EE.UU., la comunidad de Madrid y ahora en la provincia de Castellón he podido constatar que en los centros donde los docentes se encuentran a gusto y trabajan con un buen ambiente entre compañeros y con el alumnado, el impacto sobre el aprendizaje de los estudiantes es mucho más positivo. Y creo que es muy necesario recordar que esta es la función principal de la institución escolar: proporcionar una enseñanza lo más efectiva posible. Esta relación directa entre clima positivo de convivencia y alto nivel de aprendizaje la describe a la perfección el inspector de educación de las Islas Baleares Miguel Ángel Tirado Ramos (2021: 29-30):

Está ampliamente aceptado que los resultados del aprendizaje están influenciados por el clima escolar. En efecto, entre las variables más significativas con un efecto positivo en la eficacia de los centros se encuentra el clima de disciplina. Sin un ambiente de trabajo en el que el estudiante se sienta seguro y se favorezca la atención y la convivencia, difícilmente se puede facilitar el aprendizaje. Por otra parte, está demostrado que las percepciones de los estudiantes del ambiente escolar se correlacionan directamente con el logro académico, es decir, que si el alumno percibe un ambiente de trabajo ordenado y un clima de convivencia adecuado en su centro, sus resultados académicos son mejores. En este contexto, actualmente la palabra “disciplina” es una de esas palabras proscritas junto con otras como enseñar, conocimientos, memoria, libros de texto o contenidos, que se asocian falazmente a una enseñanza tradicional opuesta a toda innovación educativa. Quizá por influencia de una dictadura tan cercana en términos de tiempo histórico, en el subconsciente colectivo la palabra disciplina se relaciona con modelos docentes autoritarios. Pero si nos desprendemos de esa mochila y entendemos la disciplina como “un hábito interno que facilita a cada persona el cumplimiento de sus obligaciones y su contribución al bien común” encontramos en ella un aprendizaje fundamental que la escuela debe promover – y más si se pretende enseñar a aprender -. Sin disciplina no hay convivencia posible, como tampoco la hay sin respeto entre las personas, ni sin cuidado de las instalaciones y los recursos escolares.

Es necesario que no sigamos ignorando al “elefante en la habitación”, que tengamos un sistema educativo que afronte el problema de la violencia contra el profesorado, de la falta de disciplina y las constantes interrupciones en el aula que tan daño hacen al aprendizaje del alumnado, que tomemos medidas para asegurar un buen clima de aula sin complejos, ya que en ello nos va la calidad de la educación, el bienestar de docentes y alumnos, y, por lo tanto, el futuro de la profesión y del tejido social del país.

 

Referencias bibliográficas

Arendt, H. (1959). The Crisis in Education, de Between Past and Future, Londres, Penguin Books, 1977.

Birbalsingh, K. (ed.) (2020). The Power of Culture: The Michaela Way. London, John Catt.

Carrell, S.E., Richard L.F., & James E.W. (2009). Does Your CohortMatter? Measuring Peer Effects in College Achievement. Journal of Labor Economics, 27(3): 439–464

Coe, R., Aloisi, C., Higgins, S. y Elliot Major, L., (2014). What makes great teaching? Review of the underpinning research. The Sutton Trust, Durham University. https://www.suttontrust.com/wp-content/uploads/2014/10/What-Makes-Great-Teaching-REPORT.pdf

Haidt, J. (2024). La generación ansiosa: Por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales entre nuestros jóvenes. Madrid, Deusto.

Lefgren, L. (2004). Educational Peer Effects and the Chicago Public Schools. Journal of Urban Economics, 56(2): 169–191

Magro, C. (2023). Algunos datos sobre repetición. En El Diario de la Educación, 12/4/2023 https://eldiariodelaeducacion.com/2023/04/12/algunos-datos-sobre-repeticion/

Taleb, N.N. (2016). Antifrágil: las cosas que se benefician del desorden. Madrid, Booklet.

Tirado Ramos, M.A. (2021). Escuelas que enseñan. El conocimiento sí importa. Madrid, Círculo Rojo.

Traducciones:

[1] Cuando alguien en mi clase de Year 7 (equivalente a 1o de ESO en España) se pasó de la raya, me hice las siguientes dos preguntas: Si lo dejo continuar así, ¿en qué tipo de persona se convertirá?” (Si es algo negativo, necesito abordarlo). ¿Me gustaría ver esto en mis propios hijos? (Si no, necesito abordarlo)

[2] No exponer a los jóvenes desfavorecidos a conocimientos culturales importantes los coloca en una desventaja significativa cuando ingresan al mundo adulto.

[3] La narrativa del victimismo vuelve a los jóvenes derrotados e impotentes: sienten que no hay nada que hacer excepto enfadarse por el status quo.

[4] Lo que hiciste estuvo bien y no deberías recibir ningún castigo. Lo que hiciste no estuvo bien, pero es lo que espero de ti y no creo que puedas hacerlo mejor. Éste es un aspecto significativo de la autoridad adulta benevolente que es ignorado por quienes se oponen tan vehementemente a ella. Ponerse en una posición de autoridad y decirle a un niño que está decepcionado con él, que se ha portado mal, es también decir que creo que puede hacerlo mejor que esto.

[5] En mi antigua escuela, cada vez que alguien se metía en problemas, yo me unía, todos se unían y era un caos […] En Michaela los alumnos ni siquiera intentan perder el tiempo […] Creo que me he convertido en una mejor persona en Michaela. Me he calmado mucho. El ambiente en Michaela es tranquilo y calmado. Los alumnos son mucho más agradables aquí. Me he dado cuenta de que el drama, las peleas y las discusiones no valen la pena. Causar problemas te hace parecer un payaso. Si no hubiera ido a Michaela, creo que ahora mismo estaría en la cárcel.

 

Autor: Paco Benítez Velarde

Licenciado en Historia por la UB. Profesor de secundaria de inglés y Ciencias Sociales. Profesor visitante en EE.UU. (Charlotte, NC) y ahora en la comunidad valenciana. Máster de Formación de Profesores de español como Lengua Extranjera por la Universidad de Barcelona y Máster en Teaching English as a Foreign Language por la Universidad de Alcalá de Henares. Posgrado en Mediación en Situaciones de Conflicto en la Institución Educativa por la Universidad de Barcelona. Miembro de la Asociación OCRE.

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