“Privar a los sistemas de factores estresantes vitales no es necesariamente algo bueno y puede ser francamente perjudicial” (Nassim Nicholas Taleb)
Antes de empezar, conviene dejar claro que en este artículo se habla de la salud mental del alumnado no desde un punto de vista clínico profundo como la esquizofrenia, el trastorno bipolar, la depresión grave o los trastornos psicóticos que necesitan de medicación y seguimiento a cargo de psiquiatras, sino desde ese nivel inferior que caracteriza a una parte cada vez más considerable de nuestro alumnado que se preocupa en exceso por las cosas del día a día, que atesora diversas fobias, que se siente solo, perdido, ansioso o triste. Porque en efecto, la generación de jóvenes actual es la que más problemas relacionados con la salud mental declara padecer (Twenge, 2017; Bethune, 2019). Y la verdad es que uno lo ve, siente y sufre desgraciadamente con mayor frecuencia cada curso académico al tener estudiantes en el aula que se autolesionan, intentan suicidarse, están ausentes mentalmente a causa de una especie de depresión o tristeza continua, o que se paralizan por causas de varios miedos irracionales. Paradójicamente, la generación que ha disfrutado de una crianza extremadamente cuidadosa y en la que se ha procurado que tuviera una infancia sin dolor, sin malestar, sin incomodidades y sin fracaso es la que cree haber sufrido mayores traumas que la debilitan y la hacen sentirse sola, deprimida, pesimista, miedosa e incapaz.
Detrás de esta triste y dura realidad, como en cualquier aspecto complejo de la vida, hay un fenómeno multicausal, y cualquier explicación reduccionista al respecto no tendría sentido. Está claro que existen factores económicos, tecnológicos, sociales, culturales, políticos y familiares que juegan un papel combinado en este asunto. En este artículo se pretende analizar los aspectos relacionados con la educación que intervienen en este proceso. Porque en lo que tampoco podemos caer es en la falacia de la causa única y aceptar que como está claro que se trata de un fenómeno multifactorial, negar el importante papel que juega nuestro sistema educativo en este proceso. Pero antes de ahondar en los factores educativos que contribuyen negativamente a la salud mental de nuestro alumnado, conviene resaltar lo tristemente irónico que resulta observar como una cada vez mayor dedicación a los problemas psicológicos de los jóvenes que viene acompañada de un mayor gasto público no ha hecho mejorar el problema, sino todo lo contrario (Ormel et al., 2022). Este hecho irremediablemente plantea el interrogante de si la forma en que se está haciendo terapia con los alumnos y el tratamiento psicológico que reciben es efectivo, ya que aún cuando hay determinados alumnos que se benefician enormemente de ello, existen evidencias incluso que para determinados alumnos lo desaconsejan en el ambiente escolar al aumentar el riesgo de iatrogenia, es decir, de una alteración negativa del estado del paciente producida por el tratamiento del facultativo (Foulkes & Stringaris, 2023).
Y aquí entramos en un aspecto interesante de la realidad actual del funcionamiento de los centros educativos, en los que “existe una gran proliferación de programas educativos preocupados por el bienestar emocional que no se ve respaldada por la investigación educativa […] que tiende a infantilizar al alumnado y hacerlo más vulnerable, introduciéndolo en una espiral terapéutica […] la escuela, en su sentido más amplio, se vuelve completamente permeable a la introducción de pseudoterapias que, con una buena dosis de marketing, prometen la solución a los problemas que la propia “happycracia” se ha encargado de crear. En este marco, el alumno siempre aparece o bien como un enfermo al que hay que tratar, o bien como un inútil al que hay que darle todo hecho para no generarle malestar y ansiedad. Bajo estas condiciones la tarea de transmisión crítica del legado cultural que es esencial a la escuela se vuelve poco menos que imposible” (Fernández Liria et al., 2023: 244-245). Esta completísima cita contiene una gran cantidad de información que debemos ir desgranando poco a poco.
Actualmente existe un protagonismo de lo socioemocional en la enseñanza, llegándose a tener que evaluar materias con contenido científico objetivo como las matemáticas bajo criterios de evaluación socioemocionales; como por ejemplo el 9.1. de la especialidad de Matemáticas para 1º, 2º y 3º de ESO, “Gestionar las emociones propias, desarrollar el autoconcepto matemático como herramienta, generando expectativas positivas ante nuevos retos matemáticos”. En ninguna cabeza cabe que este criterio se pueda evaluar de manera objetiva y rigurosa. Por otro lado, y contrariamente a lo que se cree, las emociones no hacen más memorable lo aprendido en clase; de hecho, un intenso estímulo emocional puede llegar a entorpecer el aprendizaje ya que a menudo las emociones se fijan en lo anecdótico y en lo que no tiene relevancia educativa, haciendo que el alumno recuerde lo que sucedió durante la clase pero no lo que los docentes quisiéramos que aprendieran; aprender nuevas ideas y conceptos requiere pensar sosegadamente, y las emociones intensas no ayudan en tal sentido (Vogel & Schwabe, 2016). Así que quizás todo este protagonismo y tratamiento de lo emocional en el aula no es una muy buena idea, y no solo porque existen evidencias por ejemplo de que hablar de los suicidios y las autolesiones pueden contribuir a aumentar su recurrencia si no se hace de forma adecuada por profesionales expertos (Gould, 2006), sino porque el aprendizaje socioemocional como el que se puede apreciar en esta extensa y detallada guía escolar para alumnos de 12-13 años de EUA que pretende trabajar la empatía no se ha demostrado efectivo y lo que se suele hacer, por mi propia experiencia trabajando estos temas en las sesiones de tutoría grupales, es entristecer a los alumnos ya que muchas veces consiste en realizar dinámicas en las que los alumnos deben compartir momentos pasados de miedo, tristeza o vulnerabilidad (además del hecho de que los profesores somos especialistas en materias académicas y no terapeutas o psicólogos profesionales, por lo que muy probablemente no lo llevemos a cabo de la mejor manera). Pero lo cierto es que ante las elevadas cifras de jóvenes que en la actualidad afirman padecer diversos tipos de traumas que les limitan, el aprendizaje socioemocional se presenta como la solución, y la escuela así va desplazando y olvidando la razón en beneficio de la emoción. Además, surge la duda de si es posible que los alumnos puedan aprender este tipo de aspectos de manera explícita o si realmente éstos se adquieren mediante un proceso de ensayo-error en la superación de experiencias de la vida real, precisamente de aquellas de las que el sistema educativo actual les protege (regulación emocional, tolerancia a la frustración y al fracaso…). Porque al fin y al cabo se quita tiempo al aprendizaje académico, lo cual a la larga va a dañar la autoestima y la seguridad en uno mismo del alumnado, al verse afectada su formación en conocimientos.
Debemos señalar que existen sólidos indicios de que la “espiral terapéutica” a la que se ven sometidos nuestros alumnos les baja el sentido de autoeficacia (Schermuly-Haupt et al., 2018), aspecto básico para tener una adecuada motivación hacia el estudio y el aprendizaje (Ruiz Martín, 2019). Al recibir un diagnóstico la propia percepción de los individuos se altera, modificando el modo en el que interpretan sus experiencias al relacionarlas a partir de ese momento con la “anormalidad” ligada a su trastorno o enfermedad (Boisvert & Faust, 2002). No es difícil ver, por tanto, cómo al recibir un diagnóstico en cierto modo el alumno se sentirá menos capaz ya que la conciencia de una propia limitación será un factor desmoralizante. Así que el mantra de la “nueva” educación de que hay que adaptarse a las particularidades de cada alumnado (enseñanza personalizada), hace que la función primordial que debería tener un sistema educativo de evitar producir la menor cantidad posible de jóvenes estúpidos e inútiles que no son capaces de manejar sus miedos, factores estresantes y retos que la vida les pone delante sea una misión imposible. Hoy en día incluso el mal comportamiento de los alumnos se suele describir en términos de síntomas terapéuticos en lugar de defectos de carácter o de la propia mala educación del adolescente. Y así entramos en un enfoque terapéutico de la educación en la que se produce una sobre diagnosis en los alumnos (1 de cada 7 niños de 3 a 17 años tienen un diagnóstico mental, conductual o de mala salud física) en la que el origen y la razón del mal comportamiento y del bajo rendimiento académico del alumnado se atribuye a diversos traumas y/o trastornos psicológicos que éstos sufren; el mal comportamiento y la mala educación se etiquetan como un “trastorno negativista desafiante” o simplemente como un “desorden de conducta”, el alumno disruptivo como un “TDAH”, el solitario como “depresivo”, el torpe como “dispraxia”, el tímido como “desorden de ansiedad social” o “fobia social”, el que tiene mala letra como “disgrafía”, el alumno que está triste por cambiar de ciudad de residencia o de centro educativo como “depresión por reubicación”, y aunque para el alumno perezoso, espécimen que abunda en las aulas de manera muy frecuente, el lenguaje terapéutico escolar todavía no ha encontrado un término adecuado, estoy seguro que no tardará en aparecer. Así que quizás lo más edificante y formativo para los alumnos sea no etiquetarlos ni rebuscar sus posibles trastornos que obliguen a hacerles tantas adaptaciones que rebajan la exigencia y les limita su progreso personal y académico, y en cambio sí ponerles en contacto directo y repetido con lo que les puede producir aversión y/o malestar. He tenido compañeros orientadores que me han ayudado muchísimo en mi tarea de enseñar y de intentar adaptarme a las dificultades de algún tipo de alumno, de los cuales he aprendido mucho. Pero también he estado en centros educativos, y me duele decirlo, donde el equipo de orientadores monitorizan rutinariamente la calidad socioemocional de nuestra enseñanza, que rastrean el malestar emocional del alumnado y deciden qué tareas rechazar para ellos, qué contenidos académicos rebajar de nivel, y qué notas ajustar para arriba para no dañar su autoestima. Hoy en día cada vez es mayor la tónica de que el mal comportamiento repetido difícilmente tenga consecuencias disciplinarias, sino que se suele gestionar con una visita al despacho del Departamento de Orientación del instituto. Se echa de menos toda esa parte más técnica del trabajo de los orientadores trabajando con los equipos docentes y ayudándoles en su tarea de enseñar, y en cambio se echa de más el centrarse tanto en el “bienestar emocional” del alumnado.
Parece como si al recibir una etiqueta, el alumno es eximido automáticamente de cualquier esfuerzo y se le limita su progreso académico y personal. Porque detrás de todo esto está la necesidad de eximir de responsabilidad al alumnado en sus quehaceres diarios, de realizar un diagnóstico mental para excusar sus fallos de carácter y personalidad. La bajada de la exigencia que nos ha ido trayendo la normativa educativa reforma tras reforma (independientemente del partido político de turno) tampoco parece ayudar al problema, ya que hace que los alumnos se vuelvan frágiles y limitan su desarrollo. Hoy en día si un alumno suspende una materia de alguna manera se interpreta como una falta del profesor que no se ha sabido adaptar a la individualidad del alumno y no ha sabido personalizar su enseñanza a la diversidad presente en el aula. Como nos dice Miguel de Cervantes en boca de la doncella Camila, “lo que cuesta poco se estima en menos” (Cervantes, 1605: 332); se les facilita tanto la tarea que es contraproducente incluso para despertar su propio interés, el cual suele potenciarse mediante el establecimiento de un entorno de aprendizaje seguro, cooperativo y con altas expectativas (Bergin, 2016). Así que antes de bajar las expectativas para facilitarles las cosas, habría que analizar las consecuencias negativas a largo plazo que estas medidas conllevan. Como dice el investigador financiero libanés Nassin Nicholas Taleb, “Se dice que los mejores caballos pierden cuando compiten con los más lentos y ganan contra los mejores rivales […] la insuficiente compensación por la ausencia de un factor estresante, la ausencia de desafío, degrada lo mejor de lo mejor. (Taleb, 2016). El compañero David Ravadà i Vives escribió en un artículo sobre el TDAH que ciertamente la hiperactividad tiene una base genética, pero que también es verdad que un entorno basado en una alta exigencia por parte de las familias y los profesores que no trate entre algodones a los alumnos excusándoles por su mal comportamiento o su falta de esfuerzo ayudará a que su rendimiento no se vea mayormente afectado. Y esto no significa negar sus obvias dificultades y realizar las adaptaciones necesarias (e.g. ampliar tiempo de completar exámenes, sitio preferente en el aula cerca del docente), sino que de lo que se trata es de no servirles en bandeja una excusa para no dar todo lo mejor de sí mismos, y crear un conjunto de buenos hábitos que puedan compensar la mala suerte que les ha tocado en la lotería genética. Ahí está el ejemplo de John K. Kennedy, al que ni el TDAH ni la dislexia le impidieron llegar a la presidencia de su país. Porque lo que está claro es que rebajar las exigencias sobre su esfuerzo y comportamiento puede llevar a los alumnos a no realizar la necesaria práctica constante que les ayude a alcanzar los objetivos académicos, y en consecuencia, sentirse menos válidos y en una situación inferior al resto de sus compañeros, con los efectos a nivel psicológico que ello conlleva. Pero en la escuela actual cuando un alumno tiene unas adaptaciones ya es muy difícil que pueda suspender, aún sabiendo que la línea entre ser perezoso y tener estas adaptaciones es muy fina. Pero los gobiernos necesitan maquillar los datos del fracaso escolar, y desgraciadamente en demasiadas ocasiones este recurso de las adaptaciones metodológicas y curriculares para alumnos con necesidades educativas especiales se utiliza para este fin, porque recordemos que el título de la ESO es el mismo para todos, independientemente del tipo de adaptaciones que se haya realizado.
Todo esto no significa negar la evidencia de que las necesidades existen. Todo el trabajo de diagnóstico que realizan los Departamentos de Orientación de los centros educativos mediante tests, pruebas y observaciones reflejan alumnado con clarísimas necesidades (disminuciones intelectuales, déficits de atención, situaciones de vulnerabilidad, etc.), alumnos que muchas veces son incapaces de ayudarse a sí mismos porque esto siempre requiere algún tipo de esfuerzo. Muchas veces el plan individualizado y las adaptaciones metodológicas y curriculares no son suficientes, y harían falta más recursos, así como sentar las bases en la enseñanza primaria. Las necesidades existen, y si no hay voluntad política de destinar recursos vamos mal. Y esto no quita que si este tipo de alumnado pudiera tener un buen aprendizaje de la lectoescriptura, unos mínimos hábitos de estudio y de trabajo y unas bases técnicas elementales (tables de multiplicar, saber buscar en el diccionario, escribir con claridad y orden en una hoja, estar callado en clase, saber esperar el turno para hablar, cuidar el material del estuche, etc.) seguro que llegaría mejor a secundaria y que esta mínima exigencia ayudaría a reducir la actual crisis de ansiedad que padecemos. Pero admitir todas estas complejas necesidades no significa aceptar que la solución pase por “patologizar” la desidia y la mala educación.
Y es que el hecho de tratar a los alumnos de manera artificialmente delicada llega a extremos completamente ridículos. Un ejemplo muy ilustrativo es que si se sigue la normativa al dedillo sobre los comentarios cualitativos que deben acompañar al informe de calificaciones que deben acompañar a la nota numérica se pueden llegar a situaciones realmente esperpénticas; el artículo 36.10 del D. 107/2022 de la ESO para la comunidad valenciana establece que “el informe de evaluación de las diferentes materias se debe redactar, por un lado, destacando los progresos, las dificultades superadas, el esfuerzo, los talentos y las fortalezas del alumno o alumna y, por otro lado, señalando los aspectos que habría que continuar trabajando. Así mismo, se deben consignar las calificaciones obtenidas por el alumno o alumna en las diferentes materias”. Todavía recuerdo la ridícula situación de uno de los centros en los que he trabajado en el que alumnos de 3º de ESO de mi tutoría que habían suspendido diez materias de un total de once tenían veintidós comentarios positivos y once “no positivos” (porque utilizar la palabra negativo va contra la dictadura de lo políticamente correcto). Con razón, algunas familias pidieron una aclaración de las notas, ya que no entendían que si sus hijos tenían tantos comentarios positivos (falseados) los resultados (reales) fueran los que eran. Y es que “la aplicación práctica del galimatías arbitrario y caótico de las competencias clave, sus descriptores operativos, las competencias específicas, sus conexiones con los descriptores operativos y sus criterios de calificación, convierte el trabajo de evaluación de los docentes en un infierno burocrático en el que se pierde el buen criterio, la capacidad de control sobre los resultados de las decisiones que se tomen y cualquier mínimo atisbo de objetividad, ecuanimidad y justicia. De hecho, es un sistema que se caracteriza por su arbitrariedad y por pretender puntuar cosas tales como el compromiso con ciertos valores o premisas ideológicas” (Mestre y Fernández Liria, 2024: 109). Se crea así un currículum impreciso y enrevesado que no entienden ni los docentes (¡imaginen las familias y los alumnos!), cuyo objetivo último es evitar de manera artificial y falseada que el alumnado fracase. Otro ejemplo de este trato “cuidadoso” al alumnado que no deja de tener tintes delirantes es que en los casos de bullying se realizan protocolos en los que al acosador también se le considera una víctima ya que el alumno que ha sido víctima debe tratar de entender que su violencia es producida por un “trauma” personal. Creamos un sistema en el que no enseñamos al alumnado a tener responsabilidad individual, ni a cumplir con sus deberes, ni les enseñamos que tener acciones negativas tiene sus consecuencias; ahí está el ejemplo de aquella profesora de 3º de ESO en Cataluña que fue acosada sexualmente por cinco alumnos y no recibió apoyo alguno. Pero esta es la realidad ante una visión idealizada de la infancia y la adolescencia que se pregona desde el pedagogismo más “moderno”. ¿Y qué decir de la imposibilidad de hacer lectura en voz alta porque puede resultar humillante/estresante para algunos?
Lo realmente paradójico de todo este tratamiento entre algodones a los niños y adolescentes y toda esta ocupación de lo socioemocional para descuidar el conocimiento y la formación académica en las instituciones educativas es que tampoco está ayudando a nuestros jóvenes a nivel psicológico (la que sería la única justificación seria para defender su engrosamiento en los institutos de secundaria). El Informe #Rayadas de la Fundación Manantial de noviembre de 2023 explica que el 45,8% de los jóvenes españoles entre 16 y 32 años padece malestar emocional, un 47,1% entre 16 y 24 años se siente nervioso o inquieto siempre o muchas veces, el 43,2% no puede dormir con frecuencia o nunca, un 38,3% de las personas jóvenes se siente sola siempre o muchas veces, y un 31,5% sufre episodios de ansiedad siempre o muchas veces. Por otro lado, datos del Ministerio de Universidades del 2023 nos dice que más del 50% del estudiantado ha percibido la necesidad de apoyo psicológico por problemas de salud mental recientes. Paradójicamente, cuánto más se intenta trabajar el tema emocional, más frágiles son emocionalmente; o quizás la paradoja no existe, ya que lo que hacemos es tratarlos como si fueran de cristal y en eso se convierten precisamente. El acto de crecer supone que uno debe curtirse, que nuestros chicos deben tener exposición a la realidad, a algo que les cause estrés, sin sobreprotección desde la familia y la escuela (hasta el extremo de que hoy día hay iluminados que proponen prohibir los exámenes por el “bienestar” del alumnado), porque si no llega un momento en el que la realidad y el menor inconveniente de ella les resulta insoportable. La cultura del hedonismo actual hace que nuestros jóvenes tengan fobia a la mera idea del esfuerzo, a la exposición de lo que pueda ser desagradable. La consecuencia lógica es que criamos a seres frágiles y extremadamente vulnerables, como reza la cita del epígrafe de este artículo. Todavía recuerdo muy vivamente el mensaje que la prensa, la televisión e incluso algunos líderes políticos lanzaban durante la pandemia: “nuestros jóvenes han sido dañados de manera irreparable, se han quedado atrás en su educación, no es justo, es un drama generacional”. ¿En qué ayudaba esto a los chicos y chicas? Porque un mensaje alternativo les habría venido mejor, como que lo que pasó es parte de la vida, y que lo superarían. Que si hablan con sus padres o abuelos sobre sus experiencias de jóvenes (por ejemplo, mi abuelo, quien sobrevivió a la guerra civil y a la posguerra) sabrán que no son los primeros ni serán los últimos en convivir con sucesos negativos. De hecho, es superando estos sucesos como las personas adquieren resiliencia y sabiduría. ¿Por qué debe ser diferente la generación actual? Este es el mensaje que recuerdo intentaba transmitir a mi alumnado en las conexiones online que realizaba con ellos durante los meses de confinamiento en que los centros educativos estaban cerrados, que no hicieran caso del discurso apocalíptico de los medios de comunicación, que no compraran lo que les querían vender. Que sí, que todos habíamos perdido cosas, que sí que estaba siendo duro, pero que también estábamos ganando cosas ya que estábamos aprendiendo porque la vida nos estaba recordando las cosas que eran realmente importantes, que se estaban haciendo más fuertes y maduros por el hecho de sufrir, que la vida es así, que muchas cosas buenas y malas nos irán pasando, y que con las malas lo importante es la historia que nos explicamos a nosotros mismos, una historia que puede estar llena de victimismo y autocompasión, o de crecimiento personal, que no podemos escoger las cosas que nos pasan pero sí cómo las interpretamos, que fueran fuertes y que confiaran en sus propias capacidades para superar los obstáculos. La generación de jóvenes actual duda de su capacidad de mejorar sus circunstancias al tener un bajo locus de control interno (Twenge, 2017) e interpreta los eventos que le pasan por causas ajenas a su propio control y/o actuación, actitud vital que está directamente relacionada con la sintomatología depresiva. Pero ante esto la única alternativa que les puede beneficiar es que deben saber que de las experiencias difíciles y negativas pueden salir más fuertes y más sabios, como bien dice la expresión latina “luctor et emergo”. Porque seguramente adoptar una actitud más estoica les va a fortalecer en su vida actual y futura, como muy bien reza la cita de Epícteto: “¿Qué habría sido de Hércules si no hubiera habido leones, hidras, ciervos o jabalíes, ni criminales salvajes de los que librar al mundo? ¿Qué habría hecho en ausencia de tales desafíos? Obviamente se habría dado la vuelta en la cama y se habría vuelto a dormir. Entonces, al pasar su vida roncando en el lujo y la comodidad, nunca se habría convertido en el poderoso Hércules”.
Ciertos malestares e incomodidades nos pueden llegar a proteger de problemas físicos y psicológicos como la obesidad, las enfermedades cardíacas, ciertos cánceres, la diabetes, la depresión y la ansiedad, e incluso asuntos más fundamentales como sentir una falta de significado y propósito en la vida. Porque eliminar cualquier atisbo de dificultad o problema de la vida de nuestros estudiantes los va a ir haciendo cada vez más incapaces de enfrentarse a los mínimos retos bajo el llamado “cambio de concepto inducido por la prevalencia”; según el cual “as we experience fewer problems, we don’t become more satisfied. We just lower our threshold for what we consider a problem. We end up with the same number of troubles. Except our new problems are progressively more hollow[1]” (Easter, 2021: 21). No poner a una persona a prueba es de alguna manera ofrecerle un contexto apto para la depresión, la ansiedad y el sentimiento de no encajar. La sobreprotección que intenta librar el camino de obstáculos a los niños y jóvenes, venga de las familias o del sistema educativo, resulta contraproducente al impedir la mejora de su autoestima, la construcción de su carácter y la resiliencia psicológica. De hecho, cuando a toro pasado analizamos los sucesos de nuestra vida, son las situaciones realmente duras y que pudimos llegar a superar a pesar de las dificultades y el sufrimiento las que mayor satisfacción producen y más felices nos hacen sentir a las personas.
Además, relacionado con este tratamiento delicado del alumnado, cabe señalar que no solo le afecta a nivel de debilitar su carácter, sino que también perjudica su aprendizaje, ya que se llegan a plantear cuestiones que van contra la evidencia científica. Hoy en día se defiende que los alumnos deben dirigir su proceso de aprendizaje y que el profesor debe adaptarse a los intereses del alumnado para motivarle. Pero la realidad es que los estudiantes no saben cómo y cuándo aprenden mejor, y las formas más cómodas (actividades fáciles o juegos que requieren poco esfuerzo cognitivo) suelen ser también menos eficaces para adquirir un aprendizaje sólido y duradero (Carpenter et al., 2020), por lo que adaptarse a las preferencias del alumnado no es una buena idea. Lo cierto es que la educación actual que se adapta a los intereses, emociones, gustos y motivaciones del alumnado “está produciendo individuos incapaces de gestionar un mínimo nivel de frustración, y, en algunos casos, auténticos narcisistas acostumbrados a negociar con padres y profesores en pie de igualdad”. (Fernández Liria et al., 2023: 107). Porque la sobreconfianza de este tipo de alumnado no les va a ayudar a aceptar las críticas ni a aprender de sus errores, sino que por el contrario, les va a llevar a exigir al profesor en cuestión una nota determinada (fue muy famoso el caso del profesor universitario que fue despedido al no querer bajar sus estándares tras una petición de firmas de los estudiantes). Y de hecho este último aspecto es ya la nota general de nuestro panorama educativo, donde las notas se inflan de manera artificial. “A survey of college students published in 2008 confirmed that two-thirds of students believed their professor should give them special consideration if they explained they were trying hard (apparently missing the point that grades are given for performance, not just for trying); one-third believed they deserved at least a B fust for attending class; and – perhaps most incredible – one-third thought they should be able to reschedule their final exam if it interfered with their vacation plans[2]” (Twenge & Campbell, 2013: 232). Toda esta realidad viene provocada en parte por una educación familiar que se siente incómoda siendo figuras de autoridad, lo que lleva a una educación centrada en el niño. De la misma manera, la enseñanza centrada en el alumno nos lleva por los mismos derroteros, ya que en lugar de esperar que el alumno busque la aprobación del adulto, sea la de sus padres o la de sus profesores, se aboga por un tipo de enseñanza en la que parece que sea el docente el que deba buscar la aprobación de los estudiantes. De aquí, a dar un excesivo protagonismo a la gamificación en el aula y a poner unas calificaciones que no se corresponden con el desempeño real del alumnado, hay solo un paso. “The lifecourse of the generation of Americans just now entering the workforce will be especially interesting to watch. Their parents and teachers gave them inflated feedback and much of what they saw on TV featured the pleasures of the rich. They got trophies just for showing up as kids, but as adults many of them might be struggling just to find a job. The culture of the last few decades has not prepared this generation for the challenges they will face. Many will rise to the occasion, buckling down to work harder. The rest will be angry and depressed at their lot in life, so different from the comfort and ease they were led to expect would be theirs[3]» (Twenge & Campbell, 2013: 277). Con todo lo explicado hasta ahora, no es de extrañar que el 55% de la generación de jóvenes actuales no quieran tener hijos porque quieren “tiempo para ellos mismos”.
Se busca de manera forzada la felicidad de nuestros jóvenes alumnos, pero a menudo esto resulta contraproducente, ya que la búsqueda consciente de la felicidad puede llevar a una frustración y una decepción constante con los propios sentimientos (Mauss et al., 2011; Sharkey, 2020). De hecho, los sentimientos negativos son muy útiles (Nesse, 2019), por lo que esta obsesión con el bienestar emocional y evitar que los alumnos se sientan mal y el evitarles superar dificultades académicas del sistema educativo actual no les hace ningún bien. Quizás en lugar de autoanalizarse tanto y hacerles mirarse tan internamente sus propias emociones, habría que animarles a focalizarse en las relaciones con los demás, en su trabajo y completar actividades académicas, en alcanzar objetivos de aprendizaje que les ayude a adquirir una formación de calidad que les ayudará en su vida futura a muchas cosas, entre ellas a intentar ser más felices. De hecho, Francisco Villar, psicólogo clínico especialista en prevención de la conducta suicida en la infancia y la adolescencia, habla del concepto de reserva cognitiva como algo fundamental al afirmar que los profesores no solo hacemos educación, sino que también hacemos salud; un cerebro que se hace trabajar (y por lo tanto la actual rebaja en el nivel de exigencia académica no ayuda) acumula reserva cognitiva, lo cual protege mucho tiempo después contra el Alzheimer y la demencia senil: “cuanto más conocimiento acumulado tenga una persona, cuanto más haya aprendido a lo largo de la infancia y la adolescencia, menor riesgo tendrá de padecer una demencia, o menor será el deterioro causado por esta en caso de padecerla” (Villar Cabeza, 2023: 102); una muestra indiscutible de que el conocimiento es salud mental. Así que hay que revolverse también contra la falacia del futuro incierto que nos dice que “en un mundo cambiante no podemos tener la escuela de siempre”, ya que la mejor forma de adaptarnos al mundo es fortalecer y cuidar nuestro mejor órgano para la adaptación: el cerebro. Por otro lado, hay estudios que demuestran que una orientación mental hacia la acción en lugar de hacia el estado anímico ayuda mucho a tener mayor iniciativa y conseguir tener éxito ante cualquier reto, evitando caer así en las dudas sobre la propia preparación y en la excesiva preocupación que dificultan la consecución de tareas (Rui, 2018). Goethe (1749-1832) se preguntaba “¿Cómo puede un hombre conocerse a sí mismo? Nunca mediante la reflexión, sino mediante la acción. Procura hacer tu deber, y sabrás aquello que hay en ti”. Pero en cambio la educación socioemocional actual insta al profesorado a animar a que el alumnado lleve a cabo registros emocionales, que digan cómo se sienten antes de empezar las clases (he tenido compañeros en los que esta era una práctica habitual de su docencia), cuando toda esta sobre atención a las emociones es contraproducente porque lleva a la angustia emocional. Las emociones son inestables y cambiantes y la psicología cognitivo conductual desaconseja que les hagamos un caso excesivo ya que inducen a darle vueltas a los propios pensamientos de manera constante (el término inglés “mental rumination” lo describe a la perfección), lo cual es un síntoma de los trastornos de ansiedad y la depresión que conduce al neuroticismo que tanto puede llegar a hacer sufrir a las personas (Michl et al., 2013). Quizás lo más sensato sería orientar a nuestros alumnos para que pongan el foco en los demás y en las acciones y actividades a realizar, en cambio de mirarse tanto internamente. “Estamos viviendo unos tiempos realmente inquietantes, caracterizados por una profunda confusión y desorientación. Son tiempos de cansancio, de empacho, de náusea, fatiga, hastío, tristeza, insatisfacción y deseo de muerte, cuya causa, al parecer, radicaría en un exceso de positividad, una fuerza tan autística, autocentrada y autorreferencial que nos conduce, al menos a la mayoría, precisamente a lo contrario de “lo deseado”. Son tiempos paradójicos, en los que la hiperintención y la hiperreflexión, ante nuestra atónita mirada, nos devuelven lo contrario de lo que habíamos planificado” (Villar Cabeza, 2023: 9)
Toda esta dedicación terapéutica y el tratamiento constante de las voluntades de alumnado que se realiza a día de hoy le roba a la escuela su papel esencial de instruir, con lo que de manera irremediable la formación académica del alumnado se resiente. La consecuencia directa es la realidad actual en la que los titulados de ESO y Bachillerato cada vez tienen un nivel más precario. Y el efecto secundario, no menor, es que producimos “adolescentes con serias inseguridades y problemas comportamentales; personas que manifiestan una inmadurez que va desde el ensimismamiento a los actos autolesivos” (Fernández Liria et al., 2023: 248). Los estudiantes, como mandan los cánones del efecto Pigmalión, actúan como se espera que actúen, así que interpretan que deben ser muy débiles y muy idiotas si el sistema educativo los trata así. Las escuelas e institutos se van convirtiendo en una especie de burbujas irreales que aíslan al alumnado de la realidad que los inutilizan e irresponsabilizan, creando una falsa sensación de confort mediante una evaluación que no es honesta y que no valora el esfuerzo ni el aprendizaje del alumnado, un sistema que no lo entrena en la superación de retos difíciles, que no enseña en la asunción del deber y la responsabilidad individual, que les niega la posibilidad del fracaso que les pueda llegar a permitir a fortalecer su carácter. Y así, nos encontramos con un sistema educativo que queriendo facilitarles las cosas a corto término, se las complica a largo término. Porque quizás lo que cabría preguntarse es si la mejor educación emocional para nuestros alumnos, especialmente para los críos de familias desestructuradas o de origen socioeconómico humilde, no sería enseñarles lo mejor posible para que puedan cambiar sus circunstancias, o cuanto menos para vencer a la ignorancia que tanta inseguridad personal provoca para que así se sientan lo suficientemente capaces y poderosos para emprender dicha tarea.
[1] A medida que experimentamos menos problemas, no estamos más satisfechos. Simplemente bajamos nuestro umbral para lo que consideramos un problema. Terminamos con la misma cantidad de problemas. Excepto que nuestros nuevos problemas son cada vez más huecos.
[2] Una encuesta de estudiantes universitarios publicada en 2008 confirmó que dos tercios de los estudiantes creían que su profesor debería tenerles en especial consideración si les explicaban que se estaban esforzando mucho (aparentemente sin entender que las calificaciones se otorgan por el desempeño, no solo por intentarlo); un tercio creía que merecía al menos una calificación por lo menos de B por asistir a clase; y, quizás lo más increíble, un tercio pensó que debería poder reprogramar su examen final si interfería con sus planes de vacaciones.
[3] Será especialmente interesante observar el curso de vida de la generación de estadounidenses [y podríamos decir de la mayoría de países del mundo occidental, incluida España) que recién ingresan a la fuerza laboral. Sus padres y profesores les dieron comentarios inflados y gran parte de lo que vieron en la televisión presentaba los placeres de los ricos. Obtuvieron trofeos sólo por presentarse cuando eran niños, pero como adultos muchos de ellos podrían tener dificultades para encontrar un trabajo. La cultura de las últimas décadas no ha preparado a esta generación para los desafíos que enfrentará. Muchos estarán a la altura de las circunstancias y se esforzarán por trabajar más duro. El resto estará enfadado y deprimido por su suerte en la vida, tan diferente de la comodidad y tranquilidad que se les hizo esperar que tendrían.
Referencias bibliográficas
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Bethune, S. (2019). Gen Z More Likely to Report Mental Health Concerns, Monitor on Psychology, 50(1), 20. https://www.apa.org/monitor/2019/01/gen-z
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Carpenter, S.K., Witherby, A.E. & Tauber, S.K. (2020). On Students’ (Mis)judgments of Learning and Teaching Effectiveness. Journal of Applied Research in Memory and Cognition, 9(2), 137-151.
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Autor: Paco Benítez Velarde
Licenciado en Historia por la UB. Profesor de secundaria de inglés y Ciencias Sociales. Profesor visitante en EE.UU. (Charlotte, NC) y ahora en la comunidad valenciana. Máster de Formación de Profesores de español como Lengua Extranjera por la Universidad de Barcelona y Máster en Teaching English as a Foreign Language por la Universidad de Alcalá de Henares. Posgrado en Mediación en Situaciones de Conflicto en la Institución Educativa por la Universidad de Barcelona. Miembro de la Asociación OCRE.